viernes, 18 de noviembre de 2011

Aquel otro 20N. La edad cierta


Como todo varón que hiciera en su día el servicio militar obligatorio, llevo una temporada que con cualquier excusa prende la llama del recuerdo, cosas de la cierta edad de la que empiezan a hablarte los médicos con cualquier excusa: que si las gafas progresivas, que si la tensión arterial, que si estos análisis delatan tus hábitos no tan saludables.


Mi llama estos días de tanto 20N prende con el recuerdo de la mili. ¿Y dices tú de mili? Y, hala, como el público sea receptivo, educado o al menos indiferente, caerá la ristra de anécdotas, sucedidos o historietas con moraleja más o menos infumable que hará pensar a los ajenos que realmente crees que en realidad para ti cualquier tiempo pasado fue mejor.

Aquel otro 20N de 1983 también cayó en domingo. Veintiocho años no es cifra redonda que podamos convertir en un fetiche, pero la coincidencia me ha recordado aquella jura de bandera.

Tras días de preparación, de gritos, de mirar de reojo hacia un lado y hacia otro, de ir a toda prisa a ninguna parte al ritmo del tambor, en medio de una muchedumbre impersonal, mi madre reconoció mi andar guerrero y decidido. 

Lo conté, y alguien de entre el sufrido público, no tan indiferente al parecer, me dijo: “no es tan difícil reconocerte de lejos, chaval”. Volví al silencio, relativamente satisfecho de mi fisonomía un tanto individual, al menos hasta que otro capricho del calendario me obligue a castigar con recuerdos apasionantes que ya no interesan a nadie.

Un añadido. Lo de la edad cierta va en serio: me han dicho y he oído decir a otros que al llegar a cierta edad, esto es lo más habitual. La última vez que lo escuché pregunté qué edad era la cierta. Una mirada bastó para hacerme callar. 


La edad cierta: habían pasado aquel domingo de entonces solo ocho años del otro 20N, y entonces me pareció muchísimo tiempo. Está claro, la edad cierta es en realidad una cierta edad.

domingo, 6 de noviembre de 2011

Cambio de tendencias. Del griego al chino, pasando por el inglés.


Hubo quien pensó, y encima lo escribió, que las lenguas eran (son) intraducibles: llevan tanto consigo, tantos elementos culturales, históricos, afectivos, que es imposible trasvasar todo ese contenido de un idioma a otro. Ya sé, un poco exagerado sí que era aquello, sobre todo si tenemos en cuenta que vivimos en una cultura traducida: desde la Biblia hasta lo último en tecnología, casi todo llega a nuestra cultura en una lengua extranjera (y si no, ya nos encargamos de ponerle nombre en inglés), y las lenguas son motivo continuo de debate, separación, disputa, confrontación y demás.


Nos llegó todo a través del latín y del griego (pasado por el árabe); en su momento el alemán y el francés fueron vehículos del conocimiento, e incluso debemos al nacionalismo alemán, y su búsqueda de la raíz común de las lenguas de nuestro entorno para demostrar que el alemán era una lengua superior, el desarrollo de la investigación lingüística, las verdaderas teorías científicas del desarrollo y evolución de las lenguas a través del tiempo.


Pues bien, ahora el inglés me hace caer en la cuenta de una cosa: lo que en inglés suena a griego (it’s all Greek to me, dicen, cuando no entienden algo –esto me suena a griego), nuestra lengua, no siempre consciente de su importancia en el mundo mundial, ya lo adelantó hace tanto tiempo: aquí, lo que no entendemos, nos suena a chino.


Algo tienen las lenguas, algo ocultan en sus sótanos, las bodegas igual mejoran un buen vino que echan a perder los libros, lo peor y lo mejor del género humano.