miércoles, 3 de marzo de 2010

Casa con dos puertas






Nacimos en los años sesenta, al principio de una década de incertidumbre mundial, y nos enteramos un día de que éramos muchos los que pertenecíamos a esta generación.
Nos criamos en la calle, llevamos pantalones cortos hasta hartarnos, fuera invierno (entonces nevaba más, o eso creemos) o verano (entonces íbamos al río, que llevaba más agua, o eso creemos), nos dieron leche(s) en el colegio, nuestros padres pocas veces nos daban la razón ante los conflictos escolares, recibimos una escolarización más larga (y ciertamente mejor) que la de ellos, que apenas fueron a la escuela por culpa de la guerra de la que se hablaba mucho en las sobremesas y cuando llovía y nos quedábamos en casa, porque entonces se estaba mucho en la calle. Alguien me sugirió que se estaba mucho fuera de casa, calle san Juan arriba y abajo, viendo escaparates por los porches, hablando do de quienes se cruzaban por el tontódromo o calentándose la espalda en la pared del Óvalo porque, total, en casa hacía la misma temperatura que en la calle y porque en la calle no se gastaba luz ni estufa, y ahorrar era fundamental.
Pasábamos ratos en casa de nuestros vecinos, recibíamos visitas que no se habían concertado previamente, veíamos la tele en casa de algún vecino o amigo, otras familias utilizaban nuestro teléfono, jugábamos en la calle, hacíamos batallas de piedras, nos poníamos perdidos en la glorieta, me frotaban las rodillas con Gior, y las chicas jugaban a la luneta y amenazaban a mi hermano Pepe con abrirle la cabeza con el tejo si volvía a meterse en su juego.
Estrenamos sistema educativo (la egebé, hicimos fichas y más fichas hasta hartarnos de las matemáticas de teorías de conjuntos), luego vino el Bup con el que algunos profesores nos dijeron que se iba a acabar el mundo, yo era mediopensionista y me quedaba al estudio en Las Viñas (salía de casa pasadas las ocho de la mañana, regresaba poco antes de las diez, en un pesetero que era una extensión de nuestro recreo o del campo de fútbol, hasta que Damián, Cristóbal, Joaquín o Miguel paraban el autobús en medio de aquellos caminos polvorientos que atravesaban sembrados por San Cristóbal y nos amenazaban con mandarnos a todos a hacer puñetas).
Íbamos a Zaragoza de médicos, nos mareábamos en el autobús que paraba en todos los pueblos o desesperábamos a nuestros padres en aquel automotor que pasaba ratos muertos en apeaderos oscuros y del que nos contaban detalles de un accidente en el que todas las familias tenían un familiar o un conocido que había muerto o se había salvado de milagro.
Nos llevaban al cementerio por Todos los Santos, conseguimos librarnos de la Procesión de los Cagones, y supimos lo que era el cuarto de las ratas en el colegio.
Nuestros padres trabajaban, hacían horas extras, se buscaban la vida. Algunos tuvimos la suerte de seguir estudiando, sin la presión de los numerus clausus o de las notas de corte, bastaba con aprobar la selectividad, la de la famosa conferencia (la mía, sobre el origen del universo), la primera vez que hacíamos un examen sobre algo que no habíamos estudiado. Dicen que la generación de nuestros padres se había empeñado en que sus hijos tuviéramos un futuro mejor. Se abrían muchas posibilidades. Acabamos la carrera en los ochenta, no quiero ni pensar en la inflación de entonces o en las cosas que pasaron (23F incluido).
Y nos pusimos a trabajar. Y a consumir. Y a pedir créditos y firmar hipotecas. Y a viajar. Y a ver lo que cambiaba el mundo: se cayó el muro, el mundo giró hacia oriente un once de septiembre, todo pasó a ser cuestionable. Hasta nuestra edad de jubilación o el futuro de nuestras pensiones.
Será porque dentro de unos meses hará veinticinco años que terminé la carrera (entonces simplemente Letras, ahora me pierdo en el entramado de nuevas titulaciones, itinerarios y demás), pero he caído en ese “algo de superstición y fetichismo” de la manía cronológica que denostaba en algún escrito reciente José Carlos Mainer (que, por cierto, se jubila si no es que se ha jubilado ya, que esa es otra). Veinticinco años. Aumenta el número de parados, y veo/oigo entrevistas a gente de mi edad que asegura que en las entrevistas de trabajo son rechazados porque son ya mayores.
Gracias a Dios, trabajo con adolescentes. Y verlos en las aulas o por los pasillos del instituto que abandonaremos pronto, ahora que el Segundo de Chomón se traslada a la otra punta de Teruel, junto a la Fuente de la Teja a la que íbamos medio a escondidas en la bici, medio a escondidas porque estaba muy lejos, me ayuda a comprender a la generación siguiente. Han cambiado mucho las cosas, seguro. Y están desconcertados. Como ante la puerta de la foto. No es fácil tomar decisiones: las dos puertas se parecen mucho, habrá que tener suerte. O provocarla. Nunca se sabe

4 comentarios:

  1. Precioso, tierno, genial, como siempre. Enhorabuena.

    ResponderEliminar
  2. ..sí, sí, lo que quieras, pero a veces cuesta entender todo esto a veces. Vemos la vida de los estudiantes de ahora y no nos reconocemos. Creo que es lo que llaman "otra generación. Contaba algo de esto Muñoz Molina en un artículo el sábado:

    "En Nueva York la vida real es demasiado cruda para que la endulcen las palabras. Por esa acera de la parte alta de Broadway, cerca de la universidad de Columbia, pasaban los estudiantes en riadas, pero no se paraban casi nunca delante de la librería, ni siquiera hojeaban los libros de saldos dispuestos en cajones como una pobre tentación delante del escaparate, ni siquiera los robaban. Me acordé con remordimiento, casi con nostalgia, de cuando lo propio de los estudiantes era robar libros, muchas veces con el argumento oportuno de que la propiedad es un robo. Pero los estudiantes que pasaban por delante de la Morningside Bookstore ni siquiera apartaban los ojos de los iPods y los iPhones para mirar un momento aquellas antiguallas, en muchos casos con las cubiertas cuarteadas por la larga exposición al sol y a la intemperie."

    ResponderEliminar
  3. Me ha gustado tu memorialístico,autobiográfico y nostálgico artículo. Cada día me atrae más todo lo que se refiere al tiempo pasado,debe ser porque ya me queda poco futuro. Soy de la edad de tu hermano Luis con el que comparti aulas en La Salle.
    En mi pueblo, al juego ese le llamábamos "Launeta", La uneta,de uno, por que parte del recorrido de hace saltando con una sola pierna. Saludos

    ResponderEliminar
  4. Saludos Rafa.
    Soy Quique, estaba buscando cosas de Televox y me he encontrado contigo... Esto de internet es !la leche!
    Me alegra encontrar un amigo a quien leer (si no te importa). No te preocupes que no haré "ruido", simplemente, me encanta leer a gente que escribe bien.
    ! A ver si así aprendo algo !.
    Un abrazo.

    ResponderEliminar