sábado, 15 de junio de 2013

Más vale equivocarse en la esperanza






Ir a ver los lugares de la infancia es una práctica masoquista
Amin Maalouf, Los Desorientados


Me comentaba el otro día, no deja de hacer preguntas que revelan una curiosidad más que incipiente, prometedora, que él no sabe dónde se halla el este, que en su casa es su padre quien dispone la esterilla y él se limita a arrodillarse a su lado para los rezos preceptivos. Le contesté que en las ciudades de Europa, las iglesias (las viejas, esto lo han cambiado más tarde), son una buena manera de orientarse, un GPS infalible: los altares siempre han estado orientados hacia la salida del sol.
De ahí que siempre en esta parte del mundo hayamos deseado orientarnos (mirar hacia el este, el punto del sol naciente – naciente es traducción de “oriente”, de orior, nacer en latín). Y quien pierde el sentido de su vida, el lugar hacia el que mirar, tenga o no un padre que se lo indique, andará desorientado. Ahora van y dicen desnortado: pues no hay poca diferencia entre mirar hacia el norte y mirar hacia el este.
Ando estos días de pruebas de acceso a la universidad, de viajes y apreturas de tantas familias que andan buscando hacia dónde mirar, una orientación segura, con la lectura de Los desorientados de Amin Maalouf, escritor libanés que recibió el Premio Príncipe de Asturias hace tres años, y cuya biografía es más que interesante, recomendable.
El protagonista nos lleva de París al Líbano de su juventud, donde se ha de reunir con los amigos de entonces y sus circunstancias de ahora. Un viaje sentimental que se adentra en problemas que nos afectan a todos, desde la ética y la moral de los negocios, el desastre que para la zona ha supuesto el petróleo, hasta la guerra y el laberinto de aquella parte del Mediterráneo, nuestro mar, Mare Nostrum, hacia la que tantos, lo sepamos o no, de tradición cristiana, musulmana o hebrea, miramos buscando la luz, hasta tal punto que sus metáforas y modos de hablar guían nuestro lenguaje, y en consecuencia, nuestro pensamiento.
Adam, que así se llama el protagonista, anda preocupado por el poder del lenguaje. Le pasa lo que a tanta gente que madura: cree que es el último eslabón de una cadena y piensa que hemos nacido en una época equivocada. La humanidad se está metamorfoseando y le apetece saber qué va a ser de ella. 
Lo cuenta así:
"Siempre me ha llamado la atención el hecho de que el último emperador de Roma se llamase Rómulo, igual que el fundador de la ciudad; y que, en Constantinopla, el último emperador se llamase Constantino, igual también en este caso que el fundador. Por ello ese nombre mío de Adam me ha hecho sentir más preocupación que orgullo.”

Tal vez tenga motivos para hacer el viaje masoquista a los lugares de la infancia ya lejana porque ha descubierto que su vida, pese al pesimismo de su país y de su generación, es en realidad, una carrera de orientación. Volver al nacimiento, al oriente. Lo dice en alguna ocasión: “más vale equivocarse en la esperanza que acertar en la desesperación.”

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