jueves, 26 de septiembre de 2013

La utopía: piedra, papel, tijera



Que acecha lo cimero
con su piedra en la mano
(Luis Cernuda, A un poeta muerto)

Una calle sin nombre se convierte en utopía, justo cuando alguien indeterminado había decidido que ese tramo de vía pública merecía tal nombre y no otro. 

No era difícil pensar, hace pocos años, dada la lentitud de los acontecimientos, que el Polígono Sur de Teruel derivara en utopía, lugar que no existe. Como dice el Diccionario: plan, proyecto, doctrina o sistema optimista que aparece como irrealizable en el momento de su formación. 

Se va abriendo camino. Primero, el Instituto Segundo de Chomón, sobre una parcela en la que un día se nos dijo que nunca iría un centro docente. Casi a la vez, si no antes, llegó el vecino que se tuvo que aprender aquellos horarios que desplazaban grupos más o menos homogéneos, idas y venidas previsibles de lunes a viernes. 

No tardaron en surgir estructuras de hormigón, y el mes de diciembre del año pasado fue una prueba de velocidad para obreros, contratistas y entidades bancarias, que deseaban evitar la subida del impuesto inexorable que venía con el nuevo año. 

Al poco tiempo, las hormigoneras se fueron acercando al instituto, los estertores de la burbuja inmobiliaria. La utopía, lugar que no existe, tomaba cuerpo. En primavera, mientras crecían edificios de viviendas, llegaron las obras de las rotondas y hablábamos del rapto de Europa: proyecto, doctrina o sistema optimista que nos envuelve, nueva excusa de y para todo lo que acontece. 

Amaneció un día más, y resultó que las calles tenían nombre. El Chomón pasó de titubear sobre una parcela que combinaba números y letras carentes de significado, ilocalizable en un GPS, a ocupar la calle Pablo Monguió, con lo poco que le gustaba al arquitecto la línea recta, precisamente cuando la ciudad acababa de celebrar aniversarios modernistas. 

Empezaron a caer vallas y las nuevas calles adquirieron rostro, un nombre que las iba a dotar de carácter real, y por tanto evocador. El nombre ha ido por delante de la realidad, y las parcelas esperan con paciencia quien las ocupe, deseando –quién sabe- colaborar en el diseño de un entorno amable, sugerido por el lugar o la persona que muestra la placa de cerámica quebradiza. 

Una mano impaciente, desconocedora del valor de un nombre que para ella carecía de carácter real o evocador, lanzó la piedra. Prefirió la utopía, en sentido literal: un lugar que no exista. 

Señor juez: si un día se hacen con quien lanzó la piedra, aunque dudo que nadie se haya puesto a buscar, total para qué, solo es un nombre en una placa de cerámica, propongo una sanción ejemplar. Que quien lanzó la piedra y escondió la mano se informe, lea, comente, recite lo que el titular anónimo de la calle escribió y pensó. 

Será cuestión de arte e ingenio. Y también de prudencia. Igual sale ganando.

Nota: La cita de Luis Cernuda corresponde a un poema dedicado a la muerte de García Lorca. Se la he robado a Antonio Muñoz Molina, que la trae a colación en su reciente libro Todo lo que era sólido.


jueves, 19 de septiembre de 2013

Sistema

Foto: Amparo Hernández Estopiñán

Resulta que eso que quería hacer no lo permite el sistema. Cambiar el nombre al que está tal o cual servicio por el que pagas a fecha prevista, fija, sin contemplaciones, bajo amenaza de recargo o de corte de suministro – o peor, bajo amenaza de recargo y corte de suministro-, ya no es algo automático. Rellenas los impresos, das los datos del banco – oh, gran hermano que todo lo sabes y que un día me has de avergonzar -, aportas las fotocopias con datos que quizá el sistema, algo holgazán, ya haya almacenado en otra ocasión anterior, y ¡zas!, tendrás que esperar un tiempo indefinido, más bien indefinible, hasta que todo concuerde: cuando el sistema lo permita. 

Dudas, pides cita previa, o no, y no hay nadie en la oficina, pero de todas maneras recoges tu tique –nuestros primos americanos lo llamarán la boleta-, y esperas la conformidad del sistema. Añoras, cosas de la edad, aquellos impresos que rellenabas con un bolígrafo prestado y caligrafía indecisa, papel de calco de por medio, pero este viaje, como el de la Voyager, no tiene retorno, aunque más vale que no salga del sistema solar. 

Has presenciado esos segundos de silencio que genera la receta electrónica en cualquier farmacia, hasta que quien te atiende da el visto bueno del sistema para suministro mensual. No te has excedido, y podrás vivir relajado, aunque no tanto como cuando te apuntaban la deuda en un cuaderno de espiral esmerado por el gasto farmacéutico incontrolable. El sistema lo sabe todo. 
La Agencia Tributaria: te lanzas a hacer la declaración desde casa, total, eres un asalariado y los datos ya los tiene el sistema, aunque siempre te quedará el temor. Casillas que se convierten en cancerberos que no te dejan meterle un gol al programa informático titular indiscutible de la vida adulta. Dios mío, que no se caiga la red, habilidoso sinónimo del sistema, tal vez más sincero, por lo que tiene de peligrosa su capacidad de enredar y no parar. 

El sistema lo sabe todo. Cambias de médico, no estaba el de siempre, el que te reconoce y te conoce, y te recibe otro que desliza la mirada por una pantalla que tú no ves. Sabe lo que tomas, cuándo vas a la consulta, cuáles son tus temores o el tamaño de tu hemorroide y tus relaciones con el colesterol. Hablas. Teclea. Es su manera de escucharte: ha de informar al sistema, tiene el tiempo tasado. Suerte que en la sala de espera no faltará quien trate de sonsacarte, recomendarte, acongojarte. No hablas. Ya lo hará el sistema por ti. 

Sacan nuevos billetes de cinco euros, nada, cosa de ochocientas pesetas, y resulta que el sistema no los acepta. No los aceptan las máquinas del tranvía, las del aparcamiento subterráneo, las que comprueban que el propio billete es de curso legal (¡!). Y tienes que pagar con monedas, si llevas, un billete de valor más alto, o prescindir de aquella compra, viaje o capricho absolutamente necesario



Me quedé en los sistemas de la egebé: dos ecuaciones, dos incógnitas, y para más inri, dos o tres métodos de resolución. Un laberinto. El cuerpo humano, por algún extraño designio que no aspiré a comprender, se regulaba entonces a base de sistemas. Sistema circulatorio, digestivo, reproductor, nervioso, excretor. En ellos, mayormente, lo que no funciona, porque el sistema lo considera molesto o porque considera que su ciclo está simplemente terminado, sale expelido. El que avisa no es traidor.

viernes, 13 de septiembre de 2013

El hervido de la abuela, tal vez


A todos nos ha ocurrido cuando éramos niños. Íbamos a comer a casa de alguien, particularmente nos ocurría en casa de los abuelos, y nos gustaba precisamente aquello que despreciábamos en casa, fueran lentejas, judías, sopa, o cualquier otro guiso. A mí me pasaba con el hervido. Un caso extremo lo presencié cuando una niña muy despierta, ahora anda por ahí por el mundo con sus cosas, soltó a quemarropa: “ves, mamá, a la abuela hasta las mandarinas le salen mejor que a ti”. 
No es este mi problema cuando viajo a otras ciudades. No siempre me parece mejor lo de fuera. Procuro no comparar lo que veo con el lugar que habito, aunque es difícil evitarlo cuando se visita ciudades semejantes, pequeñas relativamente, a ojos de quien cree que la grandeza se mide por la existencia de obras faraónicas. Observa uno qué tiendas, general y tal vez desgraciadamente franquicias, lucen en las calles principales, cómo son las terrazas, cómo lo tratan en tal o cual sitio, si la catedral era de pago o mantenía su espacio libre a disposición del interior de cada persona, si el estado general de la limpieza era comparable al que acostumbra a ver, detalles que tal vez no llaman la atención pero no pasan desapercibidos… 
Y esta vez tampoco ha sido distinto. Siempre cuento aquello de José Luis Coll: soy de Cuenca, cosa que poca gente puede decir en el mundo. Fui adrede, después de muchos años. Volví a lamentar el estado de la carretera que la une a Teruel, lo de unir será metáfora necesaria, y recordé aquellas manifestaciones a favor de la autovía A40 ya arrinconadas (parece que) definitivamente. Y la estación del AVE, que tal vez haya contribuido a poner a la ciudad en su sitio, o más bien simplemente en el mapa. 
Viajar, medicina necesaria. Será que de pequeño también me gustaba mucho donde mi abuela, y comer aquellos hervidos que al regresar a casa me costaban una buena bronca.

viernes, 30 de agosto de 2013

Día tras día






Conté un día, hay momentos en los que uno se cree que tiene derecho a contar cosas, como si el derecho de injerencia realmente existiera, por qué me aficioné a escribir en abierto, este ejercicio exhibicionista que algunos llaman vicio, también narcisismo, por aquello de que se trata de un hábito operativo perjudicial vete a saber por qué. 

Me dijo entonces una voz conocida, también la llamamos memoria, siempre anda contándonos nuestra vida, que escribir era pasión ociosa, cosa del verano largo de los docentes, y voy a confirmar sus sospechas. Se acaba el verano (el escolar, el auténtico espero que dure lo que haga falta), y El Alcabor estará inactivo unos días, un par de semanas como poco. Podría dejar preparadas un par de entradas enlatadas, que salieran automáticamente, pero aquí estamos por el producto fresco – me acuerdo de Ordenalfabétix, el pescatero de Astérix y Obélix, y sus discusiones porque los aldeanos se quejaban del hedor de sus mercancías. Aunque no te recomiendo que te fíes del personaje: en la traducción al inglés de estas historietas de romanos y galos, el pescatero se llama Unhygienix, para que veas. 



Vienen días de ajetreo, y nos dedicaremos a otra cosa, tal vez te cuente a la vuelta. Regresaremos. De momento, voy a despedirme del verano con unas palabras robadas, otra pasión que pienso seguir cultivando. 

El verano se aleja
con ademanes de animal cansado,
igual que un gran caballo jadeante y muy viejo.
Hizo duras labores día tras día
por los campos de Dios
y se marcha despacio hacia su muerte,
renqueando indeciso en la luz del crepúsculo.

Eloy Sánchez Rosillo, Antes del nombre



sábado, 24 de agosto de 2013

Andamio



Hoy no hay en política más que un gran partido: el de los gobernados.
Wenceslao Fernández Flórez, Impresiones de un hombre de buena fe, vol.1 (1914-1919)

Ando estos días de verano leyendo un libro que llevaba tiempo esperándome. Todos tenemos cuentas pendientes con algún libro, y aprovecho ahora para pasar buenos ratos saldando esta vieja deuda.

La biblioteca del Instituto Segundo de Chomón, algún día te contaré por qué cuando pienso en ella repito qué tiempos aquellos, alberga ejemplares curiosos que empiezan ya a aparecer en búsquedas de librerías de libros antiguos pero que no han dejado de carecer de interés. Aunque tiene ya unos cuantos años este centro educativo, no tantos con este nombre, antes fue Maestría, luego fue Politécnico, algunos ejemplares han sobrevivido como verdaderos testigos de la historia. Cómo llegaron hasta allí, quién pensó que podían interesar a quienes pueblan sus aulas y a quienes siguen empeñados en que la lectura es algo más que una obligación, es tarea que dejaremos a quien lo desee investigar un día, si es que merece la pena resolver tales misterios. 
Conocía yo algo de la obra de Wenceslao Fernández Flórez, algo había leído o visto adaptado en cine o televisión, pero desconocía sus crónicas parlamentarias, un verdadero lujo que recorre el devenir del  parlamento español y sus habitadores entre 1914 y 1936 y que no tiene desperdicio, por lo que nos pueda enseñar de un período de la historia de España que algo tiene que decirnos del momento actual. 
Y el caso es que, pese a la distancia que separa aquellas crónicas del día de hoy, en el que el sistema político anda tocado y parece que se tambalea el trabajo de una generación, sus anécdotas, las opiniones que vierte, la ironía que derrama, no resultan ajenas. Un verdadero hallazgo, un  paréntesis cierto en estos días de verano, que confirma que el espacio, el tiempo, la dedicación de (y a) una biblioteca nunca es lujo prescindible. 
Pasé por el Congreso de los Diputados (no te hagas ilusiones: paré a comer en el restaurante-barato-franquicia de al lado) y la imagen de la fachada en obras se cruzó con las imágenes vivas recreadas por Fernández Florez en aquellas crónicas. El andamio lo rodea todo. No sabía, cosa del calor y de la terraza amable del restaurante-barato-franquicia de al lado, con cuál de las dos acepciones del término andamio quedarme. Por un lado es armazón de tablones o vigas puestos horizontalmente y sostenidos en pies derechos y puentes, o de otra manera, que sirve para colocarse encima de ella y trabajar en la construcción o reparación de edificios, pintar paredes o techos, subir o bajar estatuas u otras cosas, etc. Por otro lado, el sentido original, que copio del Diccionario de Autoridades, ahí es nada, da que (o qué) pensar. 
Quien gobierna, quien legisla, quien se sabe legitimado, quien entiende que la desafección es más que una amenaza, corre el riesgo de alejarse de la realidad y dedicarse a verlas pasar desde la seguridad de su andamio.


Pero, ojo, en inglés, andamio es scaffold. Igual que cadalso. Se nos dispara la imaginería: la regeneración de todo es tarea urgente. Al tiempo.

domingo, 18 de agosto de 2013

La huida de Egipto: un roto para un descosido


Viendo ayer (sábado del puente de agosto, hora de la comida, ahí es nada) el maratón de los campeonatos Moscú, disfruté. Una vez más, la cámara iba del grupo de cabeza, compuesto por corredores de origen africano que parecen no tener prisa, a panorámicas de la capital rusa. Rusia en verano. Nada que ver con lo que posiblemente debamos llamar el imaginario colectivo que acumuló sensaciones inquietantes de nieve, hielo e intrigas desde Doctor Zhivago hasta cualquier bodrio de espionaje o agentes cerocerosiete que entretuvieron otros ocios en otros fines de semana igualmente pesados. De por qué los italianos celebran estos días el ferragosto hablaremos en otro momento, y no tiene nada que ver su pesadez con el hierro. De momento, me quedo con la prueba de la edad, cómo nuestra fecha de nacimiento y la cultura que nos rodeó en su momento contribuyeron a formar nuestras imágenes y quién sabe si las metáforas que nos rodean.
Interrumpe la transmisión del atletismo un telediario. Veo imágenes de Egipto, y recuerdo lo que de niños entendimos por Egipto, un país de huida, donde la Sagrada Familia de aquellas filminas del catecismo (única actividad extraescolar a la que nuestros padres nos apuntaban, a la salida del colegio y que primaba el ejercicio de la memoria), mantenía un taller básico de carpintería, el Faraón construía las pirámides y cuando descubría que tenía los pies de barro, los cromos de aquella colección interminable nos mostraban a un Charlton Heston de gesto imperativo dividiendo el mar en dos para abrirse camino. 
Nos hemos acostumbrado ya a las imágenes de desgracias que pasan casi siempre muy lejos, vemos situaciones incomprensibles, no nos fiamos de lo que nos cuentan, y nuestro imaginario, nuestra capacidad de asociar imágenes que se nos proponen como realidad, camina hacia el desencanto. Esto no tiene solución. 
Acaba el telediario, sigue la carrera por aquellas grandes avenidas impecables, y el grupo de cabeza se mantiene. De Egipto hemos vuelto a Moscú, ciudad ajardinada, es verano, resulta atractiva. Y viene el comentario desencantado: qué fácil era todo durante la Guerra Fría. Un bloque contra otro, nosotros en medio, con la certeza de que nadie iba a apretar el botón. El problema es que ahora las cosas han cambiado: el cuadro de mandos tiene tantos botones, es todo tan complicado, no tenemos muy claro quién es Caín y quién es Abel. Y como no me fío de las imágenes que veo, tal vez porque no sé quién vigila al vigilante (ahora que resulta el repetido Who watches the watchmen? estaba basado en una sentencia de una Sátira de Juvenal, Quis custodiet ipsos custodes?), me pongo a releer las páginas de El conflicto árabe-israelí, de T.G. Fraser, un libro de cuando no teníamos internet (ojo con el nuevo imaginario), de cuando nos comprábamos un libro si algo nos interesaba. Porque esto viene de algo que pasó antes y no nos lo han contado. Andamos parcheando las imágenes que nos crearon, y hay quien confía en la Wikipedia.

viernes, 9 de agosto de 2013

Tú mismo con tu victimismo




Viendo la foto, se me ha ocurrido pensar que a veces perdemos mucho tiempo preocupándonos por los nubarrones del horizonte, y nos olvidamos de lo bien que estamos. 
Y como no quiero que le des la vuelta a este pensamiento sublime, se me ha ocurrido esto de abajo, aunque te recomiendo que lo evites, y te limites a recordar paisajes que te hayan hecho disfrutar, que esto se enreda y acaba con un par de artículos de la Constitución española. A mí, el nubarrón que vivimos, a veces me quita la tranquilidad, y me da por pensar lo que sigue. Ojo, que es agosto. 

Se ha instalado, ha acampado entre nosotros el victimismo, y hay quienes confunden la queja de lugares como Teruel o cualquier otro punto del interior de España con el victimismo, que dicho sea de paso tan rentable es cuando interesa. 

Hasta tal punto, que quienes airean los males locales, la falta de infraestructuras, de liderazgo que sepa dar un puñetazo en alguna mesa institucional -no hay problema, los despachos de siempre han estado amueblados pensando en que las cosas han de durar años, al menos tanto como una legislatura-, quienes desean quejarse, reclamar lo que creen que es de justicia, han de andar con pies de plomo: les dirán que son victimistas, y ya pueden prepararse para el descrédito que se les viene encima, por localistas, paletos carentes de visión universal.

No me extraña. El victimismo es rentable. Por ejemplo, donde se ha creado todo un sistema, una sociedad que reinventa y reescribe su historia basándose en un agravio más o menos lejano, más o menos grave, que el resto de los ciudadanos, las piezas de un Estado que conviene pintar como opresor, pero del que todos quieren vivir, habrán de pagar porque es de justicia dar a cada uno lo que le pertenece. 

Se mide, se pasa por la criba, lo que cada uno aporta y exige que se le devuelva. La palabra solidaridad ha desaparecido. Priman intereses territoriales, políticos, de renta electoral, y por ejemplo, el ferrocarril dejará de creer que la línea recta es la más corta para unir dos puntos distantes, y un tren de alta velocidad irá de Zaragoza a Alicante pasando por Madrid. Excusen mi ignorancia. 

Y si te quejas, si lo predicas, sermón perdido: eres victimista. 

Se estimula la comparación, y eso cala en los individuos. Cada uno a su bola, al que le vaya mal, que hubiera espabilado. Me viene a la cabeza el revuelo que se organizó en urgencias de un hospital, cuando llegó aquel hombre con una pequeña brecha en la frente, y recibió atención médica al minuto de llegar. Enchufado, se ha colado, vamos a protestar, yo llevo aquí dos horas y todavía no me han atendido. Hasta que desde el control, en previsión de semejante motín, avisaron a un médico, que con una sonrisa que disimulaba probablemente un cabreo contenido, dijo: señores, no se preocupen, el caballero que acabamos de atender sufría un infarto de miocardio, pero gracias a la colaboración de todos, se recuperará felizmente en la UCI, donde acaba de ser trasladado para su tratamiento. Se hizo el silencio, ese silencio que guardo al menos yo, cuando se me ha quedado cara de podía-haberme-callado-jolín-qué-corte. 

Un agravio, oiga. La anécdota tal vez no tenga mucho que ver, pero me he quedado a gusto al contarla. Real como la vida misma. 

Nos cuesta un pastón este sistema de rivalidades territoriales que solo consiguen mantenerse mirando de reojo al vecino, que dejó de ser paisano hace tiempo, y con el que nadie en realidad (me refiero a gobernantes de cualquier género o especie) desea terminar, de manera que no se consuma la razón de su propia existencia. 

Nos miraremos el ombligo, calcularemos cuánto nos corresponde a cada uno pagar infraestructuras de la España megaurbana, y que solo utilizaremos para ir de vacaciones o simplemente por verlas, y nos quejaremos. Y nos llamarán victimistas, nos recordarán a cuánto tocamos por habitante si dividimos los servicios de los que disponemos entre los habitantes de estos territorios, tal vez porque no se leyeron la Constitución Española, aquella carta que no debemos olvidar, que, te guste o no, es el reglamento de este juego, y que figuró en su momento como una asignatura del BUP aquel del que nos deshicimos hace años: 

Artículo 138 
1. El Estado garantiza la realización efectiva del principio de solidaridad, consagrado en el artículo 2 de la Constitución, velando por el establecimiento de un equilibrio económico, adecuado y justo, entre las diversas partes del territorio español, y atendiendo en particular a las circunstancias del hecho insular. 
2. Las diferencias entre los Estatutos de las distintas Comunidades Autónomas no podrán implicar, en ningún caso, privilegios económicos o sociales. 

Victimismo, dicen. Agosto, añado. No haber leído hasta aquí, te lo había advertido.