lunes, 17 de agosto de 2009

LEO. ES VERANO


El verano nos tiene acostumbrados a (desear) buscar tiempo para leer, y no faltan recomendaciones para este tiempo de ocio (sí, quien lo tenga, ya sé), que parece que se ha de nutrir de esos libros que se nos han resistido durante lo que nuestra memoria aún anclada en el mundo escolar llama el curso, cuando las diversas tareas surgen y se amontonan hasta dar al traste con los propósitos que vamos haciendo en ocasiones señaladas.
El libro de moda o el sugerido en conversaciones intrascendentes que se alargan en cualquier rincón, lo que el amigo llamará un buen capazo, nos esperan, y hay quien se apunta a lo que cuenta Sandor Márai de un autor del XIX: no leía libros publicados hacía más de cincuenta años, el tiempo que se necesitaba entonces para que el contenido sedimentara en el libro. Para nota, ahora medimos el tiempo con otro rasero, seguro.
Un libro que aguanta en espera paciente es una buena elección, aunque uno puede acabar pensando que lee por obligación, si no es por orgullo. También se pueden ojear las listas sesudas de libros del verano, eso sí, con la sospecha de que quien las hace tal vez nos los ha leído todos, y se habrá dejado llevar por intereses de todo tipo (periódicos y revistas tienen dueños que tal vez también posean editoriales, así son las cosas).
Los docentes no nos cansamos de recomendar la lectura. Cuando nuestros alumnos se enfrentan al temible comentario de textos, les animamos a leer. ¿Libros? No es mala idea. La prensa deportiva también trae buenos textos y artículos de opinión, gran exponente de las virtudes (y miserias, muchas veces) de la escritura. Y las revistas de motos y coches, ni te cuento. El caso es encontrar algo que atraiga.
En verano, leo. Y me dejo llevar del azar a la hora de elegir. Un libro lleva a otro, seguro. Si hablamos de lo que leemos, nos hablarán de otros libros. Creo que lo dice Azorín en La isla sin aurora: "el azar nos trae lecturas insospechadas”.
Y nos hace recordar la pequeña historia que se esconde detrás del hecho de leer un libro concreto. A mí me pasó con Pequeño Caín, de Ignacio García-Valiño, a quien tuve la suerte de poderle contar brevemente, en una visita del autor a Teruel, mi experiencia de la lectura en cadena de su relato de las andanzas de un “perverso multiforme”, que desembocó en una historia que a él le pareció entrañable.

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