lunes, 21 de septiembre de 2009

confirmado: el sol se pone por el oeste


Cuenta aquel que una de las cosas (no hay forma de que evite esta palabra) que odia del verano es hacer el pasillo entre terrazas. Si piensas que la gente te presta atención, apañado vas, amigo. Pues bien, hice pasillo en agosto con un libro en la mano, tapando la portada, como hace todo tímido molesto por las miradas ajenas, y un conocido me pidió que le recomendara un libro. Parecería un poco brusco, a lo mejor, pero respondí que no recomiendo libros sobre la marcha, y menos a la vista ociosa de la terraza. Me disculpó: era una de esas personas a las que, por el desgaste del roce diario, saludas sólo con leve inclinación del gesto y mohín, sin pararte a hablar, pero con la que cruzarás breves palabras educadas cuando te lo topas fuera de Teruel.
Revelaré el secreto. Se trataba de El espíritu áspero, lectura de verano, en sentido literal, que me hizo agotar los plazos de préstamo de la Biblioteca Pública, y cuyo autor, Gonzalo Hidalgo Bayal, entre otras cosas (palabra favorita del amigo que odia hacer pasillo por las terrazas), salpica con juegos de palabras, retos a la agilidad del lector, escepticismo y cinismo sano, a la vez que exige esfuerzo para recordar nombres, lugares y acontecimientos que los calores del verano y el espesor mental consiguiente dificultan.
El protagonista es un profesor de instituto que deja escritas unas memorias con el recuento detallado de su infancia, la historia y héroes de su tierra natal, su propia evolución personal y su desencanto final, que atribuye a la madurez. No faltan frases lapidarias en las que este lector no se detiene, tal vez por miedo a perder el hilo entre datos, nombres, lugares y reflexiones. No obstante, copié una de ellas, tal vez por mi afición a observar la puesta del sol: “El horizonte y el crepúsculo enseñan que todo cambia y nada permanece”. Una reflexión adecuada: mañana el sol se pondrá exactamente por el oeste, con el otoño todo vuelve a su sitio tras el delirio del verano.
A punto de jubilarse, el viejo profesor no puede evitar una reflexión sobre su trabajo: “Admito que enseñar puede ser agradable cuando el alumno quiere aprender, pero las nuevas pedagogías, inversas, insumisas e insolventes, entienden que aprender es agradable cuando se quiere enseñar. Me jubilo en buen momento antes de la catástrofe”. Cuando ha comenzado a debatirse lo evidente a propósito de la escuela, recuerdo que el crepúsculo enseña que todo cambia, nada permanece, pero el sol vuelve a ocultarse por el oeste, tras el delirio estacional.

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