Foto: Amparo Hernández Estopiñán
Resulta que eso que quería hacer no lo permite el sistema. Cambiar el nombre al que está tal o cual servicio por el que pagas a fecha prevista, fija, sin contemplaciones, bajo amenaza de recargo o de corte de suministro – o peor, bajo amenaza de recargo y corte de suministro-, ya no es algo automático. Rellenas los impresos, das los datos del banco – oh, gran hermano que todo lo sabes y que un día me has de avergonzar -, aportas las fotocopias con datos que quizá el sistema, algo holgazán, ya haya almacenado en otra ocasión anterior, y ¡zas!, tendrás que esperar un tiempo indefinido, más bien indefinible, hasta que todo concuerde: cuando el sistema lo permita.
Dudas, pides cita previa, o no, y no hay nadie en la oficina, pero de todas maneras recoges tu tique –nuestros primos americanos lo llamarán la boleta-, y esperas la conformidad del sistema. Añoras, cosas de la edad, aquellos impresos que rellenabas con un bolígrafo prestado y caligrafía indecisa, papel de calco de por medio, pero este viaje, como el de la Voyager, no tiene retorno, aunque más vale que no salga del sistema solar.
Has presenciado esos segundos de silencio que genera la receta electrónica en cualquier farmacia, hasta que quien te atiende da el visto bueno del sistema para suministro mensual. No te has excedido, y podrás vivir relajado, aunque no tanto como cuando te apuntaban la deuda en un cuaderno de espiral esmerado por el gasto farmacéutico incontrolable. El sistema lo sabe todo.
La Agencia Tributaria: te lanzas a hacer la declaración desde casa, total, eres un asalariado y los datos ya los tiene el sistema, aunque siempre te quedará el temor. Casillas que se convierten en cancerberos que no te dejan meterle un gol al programa informático titular indiscutible de la vida adulta. Dios mío, que no se caiga la red, habilidoso sinónimo del sistema, tal vez más sincero, por lo que tiene de peligrosa su capacidad de enredar y no parar.
El sistema lo sabe todo. Cambias de médico, no estaba el de siempre, el que te reconoce y te conoce, y te recibe otro que desliza la mirada por una pantalla que tú no ves. Sabe lo que tomas, cuándo vas a la consulta, cuáles son tus temores o el tamaño de tu hemorroide y tus relaciones con el colesterol. Hablas. Teclea. Es su manera de escucharte: ha de informar al sistema, tiene el tiempo tasado. Suerte que en la sala de espera no faltará quien trate de sonsacarte, recomendarte, acongojarte. No hablas. Ya lo hará el sistema por ti.
Sacan nuevos billetes de cinco euros, nada, cosa de ochocientas pesetas, y resulta que el sistema no los acepta. No los aceptan las máquinas del tranvía, las del aparcamiento subterráneo, las que comprueban que el propio billete es de curso legal (¡!). Y tienes que pagar con monedas, si llevas, un billete de valor más alto, o prescindir de aquella compra, viaje o capricho absolutamente necesario
Sacan nuevos billetes de cinco euros, nada, cosa de ochocientas pesetas, y resulta que el sistema no los acepta. No los aceptan las máquinas del tranvía, las del aparcamiento subterráneo, las que comprueban que el propio billete es de curso legal (¡!). Y tienes que pagar con monedas, si llevas, un billete de valor más alto, o prescindir de aquella compra, viaje o capricho absolutamente necesario
Me quedé en los sistemas de la egebé: dos ecuaciones, dos incógnitas, y para más inri, dos o tres métodos de resolución. Un laberinto. El cuerpo humano, por algún extraño designio que no aspiré a comprender, se regulaba entonces a base de sistemas. Sistema circulatorio, digestivo, reproductor, nervioso, excretor. En ellos, mayormente, lo que no funciona, porque el sistema lo considera molesto o porque considera que su ciclo está simplemente terminado, sale expelido. El que avisa no es traidor.
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