viernes, 30 de agosto de 2013

Día tras día






Conté un día, hay momentos en los que uno se cree que tiene derecho a contar cosas, como si el derecho de injerencia realmente existiera, por qué me aficioné a escribir en abierto, este ejercicio exhibicionista que algunos llaman vicio, también narcisismo, por aquello de que se trata de un hábito operativo perjudicial vete a saber por qué. 

Me dijo entonces una voz conocida, también la llamamos memoria, siempre anda contándonos nuestra vida, que escribir era pasión ociosa, cosa del verano largo de los docentes, y voy a confirmar sus sospechas. Se acaba el verano (el escolar, el auténtico espero que dure lo que haga falta), y El Alcabor estará inactivo unos días, un par de semanas como poco. Podría dejar preparadas un par de entradas enlatadas, que salieran automáticamente, pero aquí estamos por el producto fresco – me acuerdo de Ordenalfabétix, el pescatero de Astérix y Obélix, y sus discusiones porque los aldeanos se quejaban del hedor de sus mercancías. Aunque no te recomiendo que te fíes del personaje: en la traducción al inglés de estas historietas de romanos y galos, el pescatero se llama Unhygienix, para que veas. 



Vienen días de ajetreo, y nos dedicaremos a otra cosa, tal vez te cuente a la vuelta. Regresaremos. De momento, voy a despedirme del verano con unas palabras robadas, otra pasión que pienso seguir cultivando. 

El verano se aleja
con ademanes de animal cansado,
igual que un gran caballo jadeante y muy viejo.
Hizo duras labores día tras día
por los campos de Dios
y se marcha despacio hacia su muerte,
renqueando indeciso en la luz del crepúsculo.

Eloy Sánchez Rosillo, Antes del nombre



sábado, 24 de agosto de 2013

Andamio



Hoy no hay en política más que un gran partido: el de los gobernados.
Wenceslao Fernández Flórez, Impresiones de un hombre de buena fe, vol.1 (1914-1919)

Ando estos días de verano leyendo un libro que llevaba tiempo esperándome. Todos tenemos cuentas pendientes con algún libro, y aprovecho ahora para pasar buenos ratos saldando esta vieja deuda.

La biblioteca del Instituto Segundo de Chomón, algún día te contaré por qué cuando pienso en ella repito qué tiempos aquellos, alberga ejemplares curiosos que empiezan ya a aparecer en búsquedas de librerías de libros antiguos pero que no han dejado de carecer de interés. Aunque tiene ya unos cuantos años este centro educativo, no tantos con este nombre, antes fue Maestría, luego fue Politécnico, algunos ejemplares han sobrevivido como verdaderos testigos de la historia. Cómo llegaron hasta allí, quién pensó que podían interesar a quienes pueblan sus aulas y a quienes siguen empeñados en que la lectura es algo más que una obligación, es tarea que dejaremos a quien lo desee investigar un día, si es que merece la pena resolver tales misterios. 
Conocía yo algo de la obra de Wenceslao Fernández Flórez, algo había leído o visto adaptado en cine o televisión, pero desconocía sus crónicas parlamentarias, un verdadero lujo que recorre el devenir del  parlamento español y sus habitadores entre 1914 y 1936 y que no tiene desperdicio, por lo que nos pueda enseñar de un período de la historia de España que algo tiene que decirnos del momento actual. 
Y el caso es que, pese a la distancia que separa aquellas crónicas del día de hoy, en el que el sistema político anda tocado y parece que se tambalea el trabajo de una generación, sus anécdotas, las opiniones que vierte, la ironía que derrama, no resultan ajenas. Un verdadero hallazgo, un  paréntesis cierto en estos días de verano, que confirma que el espacio, el tiempo, la dedicación de (y a) una biblioteca nunca es lujo prescindible. 
Pasé por el Congreso de los Diputados (no te hagas ilusiones: paré a comer en el restaurante-barato-franquicia de al lado) y la imagen de la fachada en obras se cruzó con las imágenes vivas recreadas por Fernández Florez en aquellas crónicas. El andamio lo rodea todo. No sabía, cosa del calor y de la terraza amable del restaurante-barato-franquicia de al lado, con cuál de las dos acepciones del término andamio quedarme. Por un lado es armazón de tablones o vigas puestos horizontalmente y sostenidos en pies derechos y puentes, o de otra manera, que sirve para colocarse encima de ella y trabajar en la construcción o reparación de edificios, pintar paredes o techos, subir o bajar estatuas u otras cosas, etc. Por otro lado, el sentido original, que copio del Diccionario de Autoridades, ahí es nada, da que (o qué) pensar. 
Quien gobierna, quien legisla, quien se sabe legitimado, quien entiende que la desafección es más que una amenaza, corre el riesgo de alejarse de la realidad y dedicarse a verlas pasar desde la seguridad de su andamio.


Pero, ojo, en inglés, andamio es scaffold. Igual que cadalso. Se nos dispara la imaginería: la regeneración de todo es tarea urgente. Al tiempo.

domingo, 18 de agosto de 2013

La huida de Egipto: un roto para un descosido


Viendo ayer (sábado del puente de agosto, hora de la comida, ahí es nada) el maratón de los campeonatos Moscú, disfruté. Una vez más, la cámara iba del grupo de cabeza, compuesto por corredores de origen africano que parecen no tener prisa, a panorámicas de la capital rusa. Rusia en verano. Nada que ver con lo que posiblemente debamos llamar el imaginario colectivo que acumuló sensaciones inquietantes de nieve, hielo e intrigas desde Doctor Zhivago hasta cualquier bodrio de espionaje o agentes cerocerosiete que entretuvieron otros ocios en otros fines de semana igualmente pesados. De por qué los italianos celebran estos días el ferragosto hablaremos en otro momento, y no tiene nada que ver su pesadez con el hierro. De momento, me quedo con la prueba de la edad, cómo nuestra fecha de nacimiento y la cultura que nos rodeó en su momento contribuyeron a formar nuestras imágenes y quién sabe si las metáforas que nos rodean.
Interrumpe la transmisión del atletismo un telediario. Veo imágenes de Egipto, y recuerdo lo que de niños entendimos por Egipto, un país de huida, donde la Sagrada Familia de aquellas filminas del catecismo (única actividad extraescolar a la que nuestros padres nos apuntaban, a la salida del colegio y que primaba el ejercicio de la memoria), mantenía un taller básico de carpintería, el Faraón construía las pirámides y cuando descubría que tenía los pies de barro, los cromos de aquella colección interminable nos mostraban a un Charlton Heston de gesto imperativo dividiendo el mar en dos para abrirse camino. 
Nos hemos acostumbrado ya a las imágenes de desgracias que pasan casi siempre muy lejos, vemos situaciones incomprensibles, no nos fiamos de lo que nos cuentan, y nuestro imaginario, nuestra capacidad de asociar imágenes que se nos proponen como realidad, camina hacia el desencanto. Esto no tiene solución. 
Acaba el telediario, sigue la carrera por aquellas grandes avenidas impecables, y el grupo de cabeza se mantiene. De Egipto hemos vuelto a Moscú, ciudad ajardinada, es verano, resulta atractiva. Y viene el comentario desencantado: qué fácil era todo durante la Guerra Fría. Un bloque contra otro, nosotros en medio, con la certeza de que nadie iba a apretar el botón. El problema es que ahora las cosas han cambiado: el cuadro de mandos tiene tantos botones, es todo tan complicado, no tenemos muy claro quién es Caín y quién es Abel. Y como no me fío de las imágenes que veo, tal vez porque no sé quién vigila al vigilante (ahora que resulta el repetido Who watches the watchmen? estaba basado en una sentencia de una Sátira de Juvenal, Quis custodiet ipsos custodes?), me pongo a releer las páginas de El conflicto árabe-israelí, de T.G. Fraser, un libro de cuando no teníamos internet (ojo con el nuevo imaginario), de cuando nos comprábamos un libro si algo nos interesaba. Porque esto viene de algo que pasó antes y no nos lo han contado. Andamos parcheando las imágenes que nos crearon, y hay quien confía en la Wikipedia.

viernes, 9 de agosto de 2013

Tú mismo con tu victimismo




Viendo la foto, se me ha ocurrido pensar que a veces perdemos mucho tiempo preocupándonos por los nubarrones del horizonte, y nos olvidamos de lo bien que estamos. 
Y como no quiero que le des la vuelta a este pensamiento sublime, se me ha ocurrido esto de abajo, aunque te recomiendo que lo evites, y te limites a recordar paisajes que te hayan hecho disfrutar, que esto se enreda y acaba con un par de artículos de la Constitución española. A mí, el nubarrón que vivimos, a veces me quita la tranquilidad, y me da por pensar lo que sigue. Ojo, que es agosto. 

Se ha instalado, ha acampado entre nosotros el victimismo, y hay quienes confunden la queja de lugares como Teruel o cualquier otro punto del interior de España con el victimismo, que dicho sea de paso tan rentable es cuando interesa. 

Hasta tal punto, que quienes airean los males locales, la falta de infraestructuras, de liderazgo que sepa dar un puñetazo en alguna mesa institucional -no hay problema, los despachos de siempre han estado amueblados pensando en que las cosas han de durar años, al menos tanto como una legislatura-, quienes desean quejarse, reclamar lo que creen que es de justicia, han de andar con pies de plomo: les dirán que son victimistas, y ya pueden prepararse para el descrédito que se les viene encima, por localistas, paletos carentes de visión universal.

No me extraña. El victimismo es rentable. Por ejemplo, donde se ha creado todo un sistema, una sociedad que reinventa y reescribe su historia basándose en un agravio más o menos lejano, más o menos grave, que el resto de los ciudadanos, las piezas de un Estado que conviene pintar como opresor, pero del que todos quieren vivir, habrán de pagar porque es de justicia dar a cada uno lo que le pertenece. 

Se mide, se pasa por la criba, lo que cada uno aporta y exige que se le devuelva. La palabra solidaridad ha desaparecido. Priman intereses territoriales, políticos, de renta electoral, y por ejemplo, el ferrocarril dejará de creer que la línea recta es la más corta para unir dos puntos distantes, y un tren de alta velocidad irá de Zaragoza a Alicante pasando por Madrid. Excusen mi ignorancia. 

Y si te quejas, si lo predicas, sermón perdido: eres victimista. 

Se estimula la comparación, y eso cala en los individuos. Cada uno a su bola, al que le vaya mal, que hubiera espabilado. Me viene a la cabeza el revuelo que se organizó en urgencias de un hospital, cuando llegó aquel hombre con una pequeña brecha en la frente, y recibió atención médica al minuto de llegar. Enchufado, se ha colado, vamos a protestar, yo llevo aquí dos horas y todavía no me han atendido. Hasta que desde el control, en previsión de semejante motín, avisaron a un médico, que con una sonrisa que disimulaba probablemente un cabreo contenido, dijo: señores, no se preocupen, el caballero que acabamos de atender sufría un infarto de miocardio, pero gracias a la colaboración de todos, se recuperará felizmente en la UCI, donde acaba de ser trasladado para su tratamiento. Se hizo el silencio, ese silencio que guardo al menos yo, cuando se me ha quedado cara de podía-haberme-callado-jolín-qué-corte. 

Un agravio, oiga. La anécdota tal vez no tenga mucho que ver, pero me he quedado a gusto al contarla. Real como la vida misma. 

Nos cuesta un pastón este sistema de rivalidades territoriales que solo consiguen mantenerse mirando de reojo al vecino, que dejó de ser paisano hace tiempo, y con el que nadie en realidad (me refiero a gobernantes de cualquier género o especie) desea terminar, de manera que no se consuma la razón de su propia existencia. 

Nos miraremos el ombligo, calcularemos cuánto nos corresponde a cada uno pagar infraestructuras de la España megaurbana, y que solo utilizaremos para ir de vacaciones o simplemente por verlas, y nos quejaremos. Y nos llamarán victimistas, nos recordarán a cuánto tocamos por habitante si dividimos los servicios de los que disponemos entre los habitantes de estos territorios, tal vez porque no se leyeron la Constitución Española, aquella carta que no debemos olvidar, que, te guste o no, es el reglamento de este juego, y que figuró en su momento como una asignatura del BUP aquel del que nos deshicimos hace años: 

Artículo 138 
1. El Estado garantiza la realización efectiva del principio de solidaridad, consagrado en el artículo 2 de la Constitución, velando por el establecimiento de un equilibrio económico, adecuado y justo, entre las diversas partes del territorio español, y atendiendo en particular a las circunstancias del hecho insular. 
2. Las diferencias entre los Estatutos de las distintas Comunidades Autónomas no podrán implicar, en ningún caso, privilegios económicos o sociales. 

Victimismo, dicen. Agosto, añado. No haber leído hasta aquí, te lo había advertido.

lunes, 5 de agosto de 2013

El azar de los libros

De qué sirve un libro si no tengo a quién contarle el argumento.
Fernando Aramburu, Fuegos de limón

Un saludo a quienes vaticinaron que este verano no iba a hacer calor. Yo también los quiero: desconozco si estamos en la media de temperaturas, si las estadísticas van a aportar datos que a todos nos den la razón, pero ahí nos tienes, evitando el sol, buscando la penumbra de esta ciudad que se permite el lujo de proporcionar fresco a quien lo pueda, sepa y desee buscar. 

Los calores se prestan a muchas actividades. También a la lectura de aquellos libros que has ido dejando para más adelante, para aquel momento ideal que no existe, de paz, de tranquilidad, de ocio largo, que ha de permitirte el lujo de la lectura reposada. Llevo unos días enreda(n)do con un libro que se ha convertido en un reto. No te lo creas, son semanas, lo he ido tomando y dejando en cuanto he encontrado una excusa mejor, no me resulta difícil. Se trata de El hombre roto por los demonios de la economía, una reflexión larga, densa a veces, detallada, provocadora también, sobre la situación actual, que no creo que pretenda que dominemos los misterios de la economía. Me atreveré a recomendarlo, aunque solo sea porque va contracorriente, desmonta prejuicios, tal vez por su valentía, porque acude a las fuentes, porque cita también cuando la cita puede ser incómoda. 

Resulta que es un libro incómodo. Impide permanecer en la posición confortable que con los años todos deseamos para nuestro reposo, también el moral, que empieza a cuestionarse el porqué de las cosas. Hace una disección del mundo mundial, de la situación que nos ha tocado vivir y que inocentemente creíamos no haber colaborado a generar, nada es lo que era o parecía que iba a ser. Un análisis interesante en tiempos de titulares de prensa, de fogonazos, de prisas, de redes que nos unen para dejarnos más solos que nunca, de análisis de la realidad ajenos asumidos por nuestra pereza como propios porque no tenemos tiempo para pensar, el tiempo interior que proporciona el silencio que hemos perdido, la soledad que reclamaba aquel poeta anciano, “la soledad, que no es tan fácil como se dice / eso de estar solo”… 

Esperaba una moralina, un análisis ético superficial, normativo: esto es así, esto es asá, acéptalo como un eslogan y sigue tu vida, tal vez engañado porque está publicado en el seno de una facultad teológica, ahora que el exceso de información nos hace opinar de todo, particularmente de lo que conocemos tan solo por encima. 

Y para engrasar todo este caudal de pensamiento, citas y análisis, cayó en mis manos la novela Capital, de John Lanchester, autor británico nacido en 1962, un análisis de una calle acomodada de Londres que presenta un mosaico de personas y situaciones alrededor de la situación económica y social inglesa (y por ende, europea y mundial) muy interesante, muy en consonancia con lo que cuenta sobre la globalización y el neoliberalismo, el libro anterior: creo que fue Azorín quien dijo que el azar nos trae lecturas insospechadas. 

Por casualidad (no me creerás tan pito como para organizarme así de bien, eh) cayeron estos dos libros en mis manos, los he leído en paralelo, y tal vez por eso he contribuido al sopor estival que se apoderará de quien lea estas líneas. Pero de qué sirve un libro si no tengo a quién contarle el argumento.