De qué sirve un libro si no tengo a quién contarle el argumento.
Fernando Aramburu, Fuegos de limón
Un saludo a quienes vaticinaron que este verano no iba a hacer calor. Yo también los quiero: desconozco si estamos en la media de temperaturas, si las estadísticas van a aportar datos que a todos nos den la razón, pero ahí nos tienes, evitando el sol, buscando la penumbra de esta ciudad que se permite el lujo de proporcionar fresco a quien lo pueda, sepa y desee buscar.
Los calores se prestan a muchas actividades. También a la lectura de aquellos libros que has ido dejando para más adelante, para aquel momento ideal que no existe, de paz, de tranquilidad, de ocio largo, que ha de permitirte el lujo de la lectura reposada. Llevo unos días enreda(n)do con un libro que se ha convertido en un reto. No te lo creas, son semanas, lo he ido tomando y dejando en cuanto he encontrado una excusa mejor, no me resulta difícil. Se trata de El hombre roto por los demonios de la economía, una reflexión larga, densa a veces, detallada, provocadora también, sobre la situación actual, que no creo que pretenda que dominemos los misterios de la economía. Me atreveré a recomendarlo, aunque solo sea porque va contracorriente, desmonta prejuicios, tal vez por su valentía, porque acude a las fuentes, porque cita también cuando la cita puede ser incómoda.
Resulta que es un libro incómodo. Impide permanecer en la posición confortable que con los años todos deseamos para nuestro reposo, también el moral, que empieza a cuestionarse el porqué de las cosas. Hace una disección del mundo mundial, de la situación que nos ha tocado vivir y que inocentemente creíamos no haber colaborado a generar, nada es lo que era o parecía que iba a ser. Un análisis interesante en tiempos de titulares de prensa, de fogonazos, de prisas, de redes que nos unen para dejarnos más solos que nunca, de análisis de la realidad ajenos asumidos por nuestra pereza como propios porque no tenemos tiempo para pensar, el tiempo interior que proporciona el silencio que hemos perdido, la soledad que reclamaba aquel poeta anciano, “la soledad, que no es tan fácil como se dice / eso de estar solo”…
Esperaba una moralina, un análisis ético superficial, normativo: esto es así, esto es asá, acéptalo como un eslogan y sigue tu vida, tal vez engañado porque está publicado en el seno de una facultad teológica, ahora que el exceso de información nos hace opinar de todo, particularmente de lo que conocemos tan solo por encima.
Y para engrasar todo este caudal de pensamiento, citas y análisis, cayó en mis manos la novela Capital, de John Lanchester, autor británico nacido en 1962, un análisis de una calle acomodada de Londres que presenta un mosaico de personas y situaciones alrededor de la situación económica y social inglesa (y por ende, europea y mundial) muy interesante, muy en consonancia con lo que cuenta sobre la globalización y el neoliberalismo, el libro anterior: creo que fue Azorín quien dijo que el azar nos trae lecturas insospechadas.
Por casualidad (no me creerás tan pito como para organizarme así de bien, eh) cayeron estos dos libros en mis manos, los he leído en paralelo, y tal vez por eso he contribuido al sopor estival que se apoderará de quien lea estas líneas. Pero de qué sirve un libro si no tengo a quién contarle el argumento.
Por casualidad (no me creerás tan pito como para organizarme así de bien, eh) cayeron estos dos libros en mis manos, los he leído en paralelo, y tal vez por eso he contribuido al sopor estival que se apoderará de quien lea estas líneas. Pero de qué sirve un libro si no tengo a quién contarle el argumento.
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