He de reconocer que viajar es instructivo.
Se ha recomendado como un tópico para quienes, llevados tal vez por un apego malsano a su lugar de origen, se niegan a ver un poco más allá, con las gafas de lejos, que tan gratificantes resultan para quienes somos miopes. Al graduarnos la vista descubrimos la belleza y la fealdad, todo a la vez, de lo que nos rodea, y así podemos decidir libremente si algo nos gusta o no.
Pues bien, viajar a Madrid es instructivo y entretenido. Observarás, atenta lectora, que no escribo estar, llegar o visitar Madrid: hablo de viajar a Madrid. Estar in itinere, de camino, recorrer los centenares de kilómetros que nos separan de la capital del Reino.
Si el viaje es en autobús, merece consideración aparte lo que se termina por aprender de la geografía aragonesa y castellano manchega, a velocidad de crucero, tras haber dudado en la parada de Molina de Aragón si debíamos tomar aquella botella de agua o aquel café que luego nos ha de importunar, dada la tardanza que nos espera y que nos va a mantener centrados en nuestra respuesta a la contención de los fluidos corporales.
Si el viaje es en coche, tampoco faltará momento para el deleite y la conversación. Volverán los topicazos que agotan a quienes habitamos esta parte del mundo. La carretera, la necesidad de una autovía entre Alcolea del Pinar (salida 135, no te confundas) y Monreal del Campo, la desidia institucional de ese Madrid que acabaremos odiando por su falta de interés por la España sin interés electoral que queda fuera de las inversiones públicas, la que ve que el dinero llega con cuentagotas tras mucho romancear y que no siempre se utiliza en inversiones de interés real a medio o a largo plazo. Lo de siempre, lo siento.
De vuelta de Madrid, la salida 135 se convierte en la entrada a otra realidad. O la salida de la ficción. Ahí mismo se enciende la conversación, al ver las vías del AVE, pájaro que surca el páramo con esa tristeza que estos días nos proporciona el sinsentido de la velocidad, de la prisa, de esta obligación de llegar cuanto antes, a cualquier coste. Ni tanto ni tan poco.
En otros viajes, en este punto la conversación ha derivado hacia la inutilidad de la plaza del Mercado del Teruel, muerto con el que habremos de cargar y que resume la impotencia que en otros lugares, Madrid mismo, se adaptó a los nuevos tiempos sin renunciar a su pasado: el antiguo mercado de San Miguel, ahora espacio culinario.
Aquí el destrozo ya no tenía remedio y lo que vino después pinta mal. Sigue el viaje, a ver hacia dónde.
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