domingo, 24 de febrero de 2013

Ciclos


Vete a saber tú si es verdad que nuestra generación, como todas, nació para presenciar finales de ciclo. El problema es que con frecuencia nos creemos únicos, y no descubrimos, que, para bien o para mal, nosotros también somos los demás.

Nos beneficiamos del salto de los años sesenta y apenas conocimos las penalidades que vivieron nuestros padres. Llegaban a casa, a plazos, no había otra manera de pagarlas, comodidades desconocidas antes, disfrutamos de oportunidades impensables hacía nada, un ambiente favorable con el que nos encontramos sin darnos cuenta creó una inercia en la que el afán de superación era, no exigido, sino lógico, algo evidente.

Nos hablaron de una crisis del petróleo, los precios se pusieron por las nubes, las familias echaban mano de las Mutualidades Laborales para irse a vivir a aquellos primeros ensanches que quedaban tan lejos del Teruel de siempre, conocimos por el telediario y por el silencio de nuestros mayores que unos terroristas se habían cargado al presidente del gobierno, enfermó Franco, se hacía el silencio en los bares cuando sonaba la musiquilla del avance informativo, se murió Franco, todo había funcionado como si nunca fuera a desaparecer, no tuvimos colegio y nombraron un rey que por primera vez vimos en color en los escaparates de tiendas que ahora ya han desaparecido. 


 Pronto se dejó de celebrar aquel 22 de febrero que ahora pasa desapercibido pese a la cifra redonda del aniversario, algo raro, pues nos gusta la redondez de los números, si es que hay alguna cifra redonda, y nos cambiaron el nombre de la calle por otro anterior que nosotros desconocíamos. Calle de San Martín. Se aceleró el tiempo entonces, pronto hubo un referéndum, se celebraron elecciones y se aprobó una constitución que ahora respira agobiada porque vete a saber si quienes la redactaron pensaron que no iba a llegar hasta aquí y parece que esto no da más de sí. El sistema hizo ruido aquel 23 de febrero, parecía que era el último retorcijón antes de que la democracia se asentara definitivamente, y unos guardias civiles (ay si viviera tu abuelo) nos dieron un buen susto del que ahora se habla poco pero se sigue especulando, algunos de aquellos protagonistas se siguen mirando de reojo. El rey salió ganando y ahora resulta que se le acerca también el final de ciclo, cosas de la edad, la cirugía y los allegados a la familia.

Febrerillo, loco, dicen, llevamos un invierno muy raro, y hemos vivido un fin de semana de viento. Finales de ciclo, la primavera de momento es un sueño que se repite cada año.

Cincuenta años no son nada, y todo cambia – nos lo explicó aquel maestro que nos encontrábamos en la glorieta, tantas tardes, de camino al instituto. Nos preguntaba por dónde íbamos en filosofía, en historia, en literatura. Una figura menuda, elegante, con unas gafas de montura metálica delicada como él mismo. Cuando lo conté en casa, me dijeron mis padres que habían ido a sus clases de repaso, cuando ayudó a tanta gente a prepararse para el exámenes del certificado de estudios primarios que aquella generación perdida para la escuela por la guerra civil tuvo ocasión de hacer para recuperar el tiempo perdido a causa de aquel otro final de ciclo que les tocó vivir. El maestro, entonces aprendí lo que era un maestro depurado, lo cerca que nos pasa la historia a todos, hayamos nacido cuando hayamos nacido, nos explicó aquello de Heráclito: Todo pasa. Nunca te bañarás dos veces en el mismo río. Y sin embargo, seguimos hablando de ciclos.

Por ver, hemos visto hasta que un papa renuncie a su ministerio. Y el mundo ha de seguir girando, nacieras cuando nacieras, que el meteorito aquel que nos pasó tan cerca hace una semana no tiene tanta puntería.

domingo, 17 de febrero de 2013

La cordura que nos ata

 

Está haciendo buen tiempo este fin de semana, en el que tantos esfuerzos, ilusiones, preocupaciones, se dedican a sacar adelante una recreación del Teruel medieval, en torno a las bodas de Isabel de Segura. Han pasado ya unas cuantas ediciones, la celebración se ha profesionalizado –en todos los sentidos del término, si los tiene-, la respuesta social ha sido enorme, a juzgar por los números. Lo siento, los números cantan aquí, se hablará de ocupación ho(s)telera, de asistencia a los actos organizados y a los actos improvisados, de impacto en poblaciones cercanas a la ciudad de Teruel.

Una ciudad que se vuelca en una celebración recreada e inevitablemente idealizada. Y no faltarán quienes busquen anacronismos, desajustes históricos, falta de adecuación del ambiente a la realidad de la época o le busquen la vuelta a una realidad que está ahí, que se ha consolidado y que incluso quienes la vemos desde fuera (anda, ¿tú no te vistes?) disfrutamos, tal vez a nuestra manera, sin participar más que en el ambiente y en un par de raticos que buscamos para disfrutar de un fin de semana que permite incluso elegir. También permite elegir quedarse en casa o disfrutar de un par de días en otra ciudad.

Recrear tiene que ver con volver a crear y también con festejar. Teruel en los medios, esta vez por una fiesta que no es salvaje (siempre he pensado que aquel otro día de impacto mediático, el sábado de Vaquilla se ha convertido en algo lamentable que nadie se atreve a intentar remediar), un festejo que está reglado, organizado, sometido a un canon que da un gran margen de actuación, es cuando menos conveniente. No falta incluso quien piensa que es una buena ocasión para romper el letargo de una ciudad que solo llena sus calles en invierno a golpe de celebraciones.

La imaginación de lo que se recrea se aleja de la realidad de lo que fue, seguro. Ni había tantas damas ni tantos caballeros, ni la tolerancia era lo que parece, ni la vida era tan cómoda o sonriente, ni queda tan lejos el carnaval con todas sus lecturas posibles.

El escritor japonés Haruki Marukami, aficionado a correr, de escritura lenta y bien meditada, recoge sus pensamientos acerca de este deporte (total, correr de un lado a otro, sin otra meta que sufrir por alcanzar una meta), y se lanza a hacer el recorrido del primer maratón, en Grecia. Apunta sus pensamientos (obsesivos a veces, algo tiene que ver con el gran desgaste físico de una carrera tan larga), y le asalta el deseo de tomarse una cerveza, pero ha de esperar hasta la llegada a la meta:

“En un café del pueblo de Maratón, me tomo una cerveza todo lo fría que quiero. Por supuesto, está buenísima. Pero la cerveza real no está tan buena como la que yo imaginaba y ansiaba fervientemente mientras corría. No existe en ninguna parte del mundo real nada tan bello como las fantasías que alberga quien ha perdido la cordura”.

Las ciudades, la sociedad, a veces tienen derecho a perder la cordura. Se nos permite albergar fantasías, abandonar la cordura que nos ata, y habrá quien manifieste sus reservas, dándole vueltas a la moda reciente de las recreaciones históricas, tal vez porque crea que los fantasmas no deben convertirse en norma de realidad, y advierta del peligro de jugar con la memoria... "el tiempo en que la tradición no era artículo de consumo ni las ciudades museos de la historia, escaparate de otras vidas, otros tiempos, otras tradiciones, porque en efecto cuando las cosas se convierten en el recuerdo o en la memoria de sí mismas o en símbolo de un esplendor es que están definitivamente arruinadas.”

Palabras robadas, por orden de aparición:
Haruki Marukami: De qué hablo cuando hablo de correr.
Gonzalo Hidalgo Bayal: Paradoja el interventor

domingo, 10 de febrero de 2013

Hacer los deberes


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Entrevistaban al escritor Luis Landero hace nada en el suplemento de un periódico nacional[1] con motivo de la llegada a las librerías de Absolución, su última novela, historia de una huida motivada por las casualidades de la vida, como sucede en otras obras del autor, en las que circunstancias más o menos creadas por él urden una trama que pone en marcha al protagonista hasta llegar a un final imprevisible. En el caso de esta novela, a la absolución de una culpa más o menos culposa, derivada de la máxima de Pascal que Landero reconoce como fuerza motriz de su historia: “Todos los infortunios del hombre vienen de no saber estarse quieto en un lugar”.

Casualidades de la vida, esta misma cita la había leído yo hace unos cuantos años en el Elogio de la transmisión, maestro y alumno de George Steiner, aunque las palabras de Pascal no son idénticas: “Si se consigue estar sentado en una silla, en silencio y a solas, en una habitación, es que se ha recibido una buena educación”.

Quieto. En una silla. En silencio. A solas. Será mucho pedir con la que está cayendo. Pienso en la hiperactividad a la que lleva a tantos el uso de tecnologías a veces adictivas, la medida tan exigente del tiempo que nos hace incapaces de esperar, y me planteo cuál será la calidad de la educación que entre unos y otros nos permiten impartir, a padres y docentes.

El siguiente fin de semana, un suplemento de libros de otro periódico andaba un poco cabizbajo (hojibajo, más bien) ante el futuro incierto del libro en una sociedad digital en la que es fácil conseguir libros sin remunerar al autor o al editor por su trabajo[2]. Comentaba la llegada a España de Parásitos, de Robert Levine, y acompañaba su crítica con la opinión de algunos escritores.

En una semana volvía a cruzarme en mi camino la preocupación por la lectura, también en vista del tiempo que todos empezamos a pasar delante de una pantalla, más o menos pequeña, que no nos obliga a estar ubicados en un lugar determinado.

A todo esto llegó la presentación de Todas las miradas de Miguel Mena en el Museo de Teruel, conducida por un Mario Ropero valiente (tenía cuatro años, según confesó, en 1982, el año del Mundial), donde el autor nombró a su amigo Félix Romeo, quien por lo visto leía lo que escribía Mena y con frecuencia le pedía que quitara esto o aquello, en consonancia con la brevedad de sus propios escritos.

Recordando esta charla encontré las líneas en las que en el suplemento de libros de un tercer periódico ya en 2009 anotó Félix Romeo su temor ante el futuro del libro: “Será que yo estoy obsesionado o que nos ha entrado a todos los escritores el canguelo del libro digital, pero no paro de hablar del asunto. Hay argumentos que se repiten para no imaginar su posible, y más que probable, desaparición en papel: lleva seis siglos funcionando perfectamente, es un fetiche, es bello en sí mismo… Lleva seis siglos funcionando, pero no estoy de acuerdo en que haya funcionado perfectamente. Más de media humanidad, hoy en día, sigue sin acceso a los libros. La televisión ha hecho mucho mejor sus deberes.”[3]

Ese mismo sábado, frío, ventoso, me sentí como el protagonista de Absolución: llevado por una inercia que no estaba seguro de haber creado. Vi fotos de la destrucción de la biblioteca de Tombuctú. Y al pasar por la Biblioteca Pública de Teruel, comprobé que efectivamente ahora cierra los sábados. Triste foto.




[1] El País, sábado 26 de enero de 2013, Suplemento Vida & Artes, pág. 37


[2] El Cultural, 1-7 de febrero de 2013


[3] Félix Romeo, “El cuerpo en la lectura”, ABCD Cultural, 31 de octubre de 2009, pág. 9

domingo, 3 de febrero de 2013

La lectura, acto libre. Presuntamente



La infancia, que suele ser la edad en que arraiga la semilla del destino y de cuyas entrañas brota el manantial de casi todas las nostalgias futuras.
Luis Landero, Absolución 
 

Leer es un acto libre. He leído en un cuaderno amigo que es acto soberano, tal vez el último que nos queda[*].

Acto libre, algo que nunca te podrán imponer, al menos en parte - el qué leer, poco más. El cómo, cuándo, dónde, la intensidad y demás van a depender de tantas circunstancias como posibilidades baraja la vida de cada persona.

El pasado verano, cosas del ocio, recibí una fotografía que no recordaba, y que me ha obligado a realizar ejercicios de destreza nostálgica que tenía olvidados. Foto de grupo, tal vez la primera que nos hicieron en color – mi generación estaba a punto de terminar con el blanco y negro-, y que venía cargada de connotaciones, recuerdos, olores. También de personas que tenía arrinconadas en la carpeta de la memoria, esa a la que se le van arrugando los bordes y que de vez en cuando se sacude el polvo y nos insinúa que siempre ha estado ahí y tal vez sin darnos cuenta nos ha llevado de las riendas más veces de lo que habíamos pensado.

Sucesión de caras, sonidos, aromas de colonias infantiles que nos uniformaron, patio de recreo enorme, pelo corto que resalta orejas ya entonces prometedoras, aulas que nos enseñaron a escribir y a leer, acto soberano.

Si me pides la foto porque crees que puedes estar en ella, tú o tus amigos, te la envío. Curiosos, abstenerse: este de la memoria es ejercicio pudoroso.

Eran días de cartilla, el dedo índice avanzaba por  renglones  que habían de permitirnos imitar la hazaña de los mayores que leían aquellos tebeos envidiados.

La lectura, último acto libre que nos queda. Se lo comenté a aquel lector, ya tentonces voraz, que a veces ni siquiera puede soportarme. Y me dice que de acto libre, poco. Anda él temeroso ahora cada vez que abre un libro (lo confiesa, también se abandona a la pereza del libro electrónico), porque cada vez que estrena una nueva historia anda al acecho su propia vida. No puede evitar descubrir que otras personas, tal vez él mismo, están ahí, en lo que lee.

Adivina rasgos del carácter propio o ajeno, historias similares, vividas o imaginadas, recuerdos que él creía albergar celosamente en su memoria o que tal vez le hubiera gustado recrear un día. Se siente controlado, al menos observado, por las líneas que discurren ante sus ojos. Ha dejado de ser libre, alguien ha escrito lo que él pensaba o revela secretos que él había creído descubrir.

Me mira. Me pide que al menos nunca olvide la cara de la maestra que nos enseñó a leer.