domingo, 3 de febrero de 2013

La lectura, acto libre. Presuntamente



La infancia, que suele ser la edad en que arraiga la semilla del destino y de cuyas entrañas brota el manantial de casi todas las nostalgias futuras.
Luis Landero, Absolución 
 

Leer es un acto libre. He leído en un cuaderno amigo que es acto soberano, tal vez el último que nos queda[*].

Acto libre, algo que nunca te podrán imponer, al menos en parte - el qué leer, poco más. El cómo, cuándo, dónde, la intensidad y demás van a depender de tantas circunstancias como posibilidades baraja la vida de cada persona.

El pasado verano, cosas del ocio, recibí una fotografía que no recordaba, y que me ha obligado a realizar ejercicios de destreza nostálgica que tenía olvidados. Foto de grupo, tal vez la primera que nos hicieron en color – mi generación estaba a punto de terminar con el blanco y negro-, y que venía cargada de connotaciones, recuerdos, olores. También de personas que tenía arrinconadas en la carpeta de la memoria, esa a la que se le van arrugando los bordes y que de vez en cuando se sacude el polvo y nos insinúa que siempre ha estado ahí y tal vez sin darnos cuenta nos ha llevado de las riendas más veces de lo que habíamos pensado.

Sucesión de caras, sonidos, aromas de colonias infantiles que nos uniformaron, patio de recreo enorme, pelo corto que resalta orejas ya entonces prometedoras, aulas que nos enseñaron a escribir y a leer, acto soberano.

Si me pides la foto porque crees que puedes estar en ella, tú o tus amigos, te la envío. Curiosos, abstenerse: este de la memoria es ejercicio pudoroso.

Eran días de cartilla, el dedo índice avanzaba por  renglones  que habían de permitirnos imitar la hazaña de los mayores que leían aquellos tebeos envidiados.

La lectura, último acto libre que nos queda. Se lo comenté a aquel lector, ya tentonces voraz, que a veces ni siquiera puede soportarme. Y me dice que de acto libre, poco. Anda él temeroso ahora cada vez que abre un libro (lo confiesa, también se abandona a la pereza del libro electrónico), porque cada vez que estrena una nueva historia anda al acecho su propia vida. No puede evitar descubrir que otras personas, tal vez él mismo, están ahí, en lo que lee.

Adivina rasgos del carácter propio o ajeno, historias similares, vividas o imaginadas, recuerdos que él creía albergar celosamente en su memoria o que tal vez le hubiera gustado recrear un día. Se siente controlado, al menos observado, por las líneas que discurren ante sus ojos. Ha dejado de ser libre, alguien ha escrito lo que él pensaba o revela secretos que él había creído descubrir.

Me mira. Me pide que al menos nunca olvide la cara de la maestra que nos enseñó a leer.

4 comentarios:

  1. Yo diría que esa es la puerta de la carbonera del colegio Santa Ana, y que la mujer borrosa con peinado sesentero se llamaba Emiliana Navarrete. Diría que la foto está tomada antes de la ampliación del patio, y que el barandal que se adivina por encima es el del corredor de las aulas, donde había una campana que algún zagal tocaba por encargo de la maestra y gritaba: "¡Arriba todos!" Recuerdo perfectísimamente la primera vez que me mandaron tocar la campana y decir arriba todos. Fue la primera vez que me oí hablar en público, y sigue siendo tan extraño como entonces.

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  2. Uf, la campana. Yo pocas veces recibí el encargo de tocar. Sí que me llamaban de vez en cuando a repetir alguna "plana" de caligrafía...
    No hemos cambiado tanto. Y saludo a Emiliana muchas veces.
    Gracias por tu comentario, Antonio. ¿Qué tal por Iglesuela?

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  3. Pero si pareces ya mayor de pequeño, el extraño caso de Rafael Button...

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