Mes raro diciembre. Ya llevamos más de la mitad. Mes raro, no porque sea poco habitual (ocupa un doceava parte del año), o porque se comporte de modo inhabitual (es bastante predecible todo, alguna vez nos ha dado sorpresas). Es más bien extravagante de genio o de comportamiento y propenso a singularizarse. Te sonríes, inútilmente: lo acabo de copiar del Diccionario.
Acorta el día, hoy amanece un minuto más tarde, aunque el sol se ocultará a la misma hora que ayer, si es que lo vemos. El mes se empeñó en ser singular ya en los comienzos, con un puente discutido y discutible, que quedará al margen de nuestra vida hasta que el capricho del calendario vuelva a empalmar festivos, necesidad de ocio, gasto inevitable y poca productividad.
La noche es larga, el insomne se encuentra solo, los ruidos de la calle llegan hasta su habitación matizados por la inquietud. La cabeza se pone a funcionar, busca una alternativa: relee aquel viejo cuento que en su día pasó desapercibido. Robo estas palabras. No escarbes: no hay más que lo que escribió Carmen Martín Gaite. En la penumbra, oigo el rumor del viento que anda también perdido en la oscuridad.
Volvió el abuelo por la noche, cuando ya se habían ido todos los amigos y había pasado la hora de la cena, cuando la madre de Alina empezaba a estar también muy preocupada. Traía la cabeza baja y le temblaban las manos. Se metió en su cuarto, sin que las palabras que ellos le dijeron lograsen aliviar su gesto contraído.
—Está loco tu padre, Herminia, loco —se enfadó el maestro, cuando le oyeron que cerraba la puerta—. Debía verle un médico. Nos está quitando la vida.
Benjamín estaba excitado por el éxito de la hija y por la bebida, y tenía ganas de discutir con alguien. Siguió diciendo muchas cosas del abuelo, sin que Alina ni su madre le secundaran. Luego se fueron todos a la cama.
Pero Alina no durmió. Esperó un rato y escapó de puntillas al cuarto del abuelo. Aquella noche, tras sus sobresalientes de quinto curso, fue la última vez que habló largo y tendido con él. Se quedaron juntos hasta la madrugada, hasta que consiguió volver a verle confiado, ahuyentado el desamparo de sus ojos turbios que parecían querer traspasar la noche, verla rajada por chorros de luz.
—No te vayas, hija, espera otro poco —le pedía a cada momento él, en cuanto la conversación languidecía.
—Si no me voy. No te preocupes. No me voy hasta que tú quieras.
—Que no nos oiga tu padre. Si se entera de que estás sin dormir por mi culpa, me mata.
—No nos oye, abuelo.
Y hablaban en cuchicheo, casi al oído, como dos amantes.
—¿Tú no piensas que estoy loco, verdad que no?
—Claro que no.
—Dímelo de verdad.
—Te lo juro, abuelo. —Y a Alina le temblaba la voz—. Me pareces la persona más seria de la casa.
—Me dicen que soy como un niño, pero no. Soy un hombre. Es que, hija de mi alma, la cosa más seria que le puede pasar a un hombre es morirse. Hablar es el único consuelo. Estaría hablando todo el día, si tuviera quien me escuchara. Mientras hablo, estoy todavía vivo, y le dejo algo a los demás. Lo terrible es que se muera todo con uno, toda la memoria de las cosas que se han hecho y se han visto. Entiende esto, hija.
—Lo entiendo, claro que lo entiendo.
Lloraba el abuelo.
—Lo entiendes, hija, porque sólo las mujeres entienden y dan calor. Por muy viejo que sea un hombre, delante de otro hombre tiene vergüenza de llorar. Una mujer te arropa, aunque también te traiga a la tierra y te ate, como tu abuela me ató a mí. Ya no te mueves más, y ves que no valías nada. Pero sabes lo que es la compañía. La compañía de uno, mala o buena, se la elige uno.
Desvariaba el abuelo. Pero hablando, hablando le resucitaron los ojos y se le puso una voz sin temblores. La muerte no le puede coger desprevenido a alguien que está hablando. El abuelo contó aquella noche, enredadas, todas sus historias de América, de la abuela Rosa, de gentes distintas cuyos nombres equivocaba y cuyas anécdotas cambiaban de sujeto, historias desvaídas de juventud. Era todo confuso, quizá más que ninguna vez de las que había hablado de lo mismo, pero en cambio, nunca le había llegado a Alina tan viva y estremecedora como ahora la desesperación del abuelo por no poder moverse ya más, por no oír la voz de tantas personas que hay en el mundo contando cosas y escuchándolas, por no hacer tantos viajes como se quedan por hacer y aprender tantas cosas que valdrían la pena; y comprendía que quería legársela a ella aquella sed de vida, aquella inquietud.
—Aquí, donde estoy condenado a morir, ya me lo tengo todo visto, sabido de memoria. Sé cómo son los responsos que me va a rezar el cura, y la cara de los santos de la iglesia a los que me vais a encomendar, he contado una por una las hierbas del cementerio. La única curiosidad puede ser la de saber en qué día de la semana me va a tocar la suerte. Tu abuela se murió en domingo, en abril.