Viendo ayer (sábado del puente de agosto, hora de la comida, ahí es nada) el maratón de los campeonatos Moscú, disfruté. Una vez más, la cámara iba del grupo de cabeza, compuesto por corredores de origen africano que parecen no tener prisa, a panorámicas de la capital rusa. Rusia en verano. Nada que ver con lo que posiblemente debamos llamar el imaginario colectivo que acumuló sensaciones inquietantes de nieve, hielo e intrigas desde Doctor Zhivago hasta cualquier bodrio de espionaje o agentes cerocerosiete que entretuvieron otros ocios en otros fines de semana igualmente pesados. De por qué los italianos celebran estos días el ferragosto hablaremos en otro momento, y no tiene nada que ver su pesadez con el hierro. De momento, me quedo con la prueba de la edad, cómo nuestra fecha de nacimiento y la cultura que nos rodeó en su momento contribuyeron a formar nuestras imágenes y quién sabe si las metáforas que nos rodean.
Interrumpe la transmisión del atletismo un telediario. Veo imágenes de Egipto, y recuerdo lo que de niños entendimos por Egipto, un país de huida, donde la Sagrada Familia de aquellas filminas del catecismo (única actividad extraescolar a la que nuestros padres nos apuntaban, a la salida del colegio y que primaba el ejercicio de la memoria), mantenía un taller básico de carpintería, el Faraón construía las pirámides y cuando descubría que tenía los pies de barro, los cromos de aquella colección interminable nos mostraban a un Charlton Heston de gesto imperativo dividiendo el mar en dos para abrirse camino.
Nos hemos acostumbrado ya a las imágenes de desgracias que pasan casi siempre muy lejos, vemos situaciones incomprensibles, no nos fiamos de lo que nos cuentan, y nuestro imaginario, nuestra capacidad de asociar imágenes que se nos proponen como realidad, camina hacia el desencanto. Esto no tiene solución.
Acaba el telediario, sigue la carrera por aquellas grandes avenidas impecables, y el grupo de cabeza se mantiene. De Egipto hemos vuelto a Moscú, ciudad ajardinada, es verano, resulta atractiva. Y viene el comentario desencantado: qué fácil era todo durante la Guerra Fría. Un bloque contra otro, nosotros en medio, con la certeza de que nadie iba a apretar el botón. El problema es que ahora las cosas han cambiado: el cuadro de mandos tiene tantos botones, es todo tan complicado, no tenemos muy claro quién es Caín y quién es Abel. Y como no me fío de las imágenes que veo, tal vez porque no sé quién vigila al vigilante (ahora que resulta el repetido Who watches the watchmen? estaba basado en una sentencia de una Sátira de Juvenal, Quis custodiet ipsos custodes?), me pongo a releer las páginas de El conflicto árabe-israelí, de T.G. Fraser, un libro de cuando no teníamos internet (ojo con el nuevo imaginario), de cuando nos comprábamos un libro si algo nos interesaba. Porque esto viene de algo que pasó antes y no nos lo han contado. Andamos parcheando las imágenes que nos crearon, y hay quien confía en la Wikipedia.
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