La vida imita a la literatura pero casi nunca a la buena.
José María Conget, Comentarios (marginales) a la Guerra de las Galias
Dentro de unos días comienza en Panamá el VI Congreso de la Lengua. Se hablará de libros y de palabras, se discutirá, se pontificará, no faltarán análisis de la pujanza de la lengua que compartimos y que en su día exportamos, de la lucha del mercado editorial por una supervivencia que se ve amenazada por la tecnología y por hábitos culturales y de ocio que marcan un ritmo incompatible con la paciencia necesaria para ir pasando páginas, mientras nuestra memoria perversa recordará que los adultos españoles andamos (cosas de la estadística, ahí entramos todos) a la cola en comprensión matemática y lectora.
Ya se ha escrito sobre este congreso, y me temo que vamos a ir poniéndonos la venda, porque herida va a haber. Si los porcentajes de lectores son mayores o menores que en otros países, vamos a tener que pensar que tengan algo que ver con el éxito de sus sistemas educativos.
Un paseo por una librería, perderse entre las estanterías de cualquier centro comercial, es revelador. Aparecen muchos títulos, ventas gigantescas que responden a modas más o menos pasajeras, se edita y se reedita, los formatos y los diseños son a veces espectaculares, cada día es más fácil hojear, informarse, comprar. Mientras, languidecen las bibliotecas, pese a su lucha por demostrar que su papel es importante. El papel que contienen, impreso, el papel que pueden jugar, impresionante.
Cada persona tiene su itinerario lector, que muchas veces dependerá de un buen consejo, el ejemplo de un mayor que leía en nuestra infancia, un vistazo a un escaparate, una campaña publicitaria, un azar que guía la afición a pararse el minuto que cuesta descubrir un mundo que la prisa o el texto mínimo que se nos ofrece en una pantalla electrónica o en una red social nos oculta.
A veces encontramos retratos que difícilmente habríamos sabido elaborar de forma tan precisa. Y puede ser estremecedor si esas líneas que al comienzo de la lectura nos resultaron indiferentes, retratan un rasgo de nuestro propio carácter, o un acontecimiento que vete a saber si ahora descubrimos que realmente marcó nuestra vida. No ha de faltar una imagen o un sentimiento del que no habríamos hablado de no haberlo leído en páginas ajenas.
Damos vueltas a las cosas, dejamos de ir saltando de flor en flor. Tal vez sean los fantasmas de los que habla Antón Castro en un libro de relatos de hace ya un tiempo. Este es el poder de los libros: viven en ti los personajes tras haber cerrado sus páginas, son como los fantasmas familiares de la vida.
Desconozco si la lengua y el libro necesitan congresos, IVA reducido o campañas de lectura en los centros docentes que ayuden a redistribuir una riqueza que tantas veces olvidamos y que va camino de quedar relegada a una esquina.
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