martes, 21 de mayo de 2013

San Marcos, santo llovedor


Desde la ciudad señorial de la Sierra, donde alivia la congestión de un viejo archivo, el ahora mosén César envía un recuerdo. 

Alarga el día. Parece que remite el frío entre las paredes de la Catedral. Como el interior del templo está helado, se me ocurrió un día sugerirle a Felipe que podíamos abrir la puerta principal del atrio de par en par por la mañana, ahora que el sol ya calienta, y así subiría un poco la temperatura de la nave. “Ni se le ocurra. La bocanada de aire gélido saldría a la calle con hambre atrasada buscando el manjar del sol del mediodía, y no están los tiempos para que los curas se anden con bromas que alteren a la ciudadanía”. 

Adelanto trabajo en el archivo, y si no fuera por este compañero, que para todo tiene ideas, no creo que me hubiera decidido a aprovechar los estantes y los arcones de toda la vida de la ciudad, que se habían combado y ponían en peligro no sólo la existencia de los documentos, sino también la integridad de quien se acercara, porque parecía que en cualquier momento iban a estallar. No les sientan bien a los documentos las humedades que han padecido en sus diversos aposentos que los han acogido, siempre en precario. Así fue el capricho de los traslados frecuentes de aquí para allá en épocas que no daban importancia a la custodia de documentos antiguos. Primero, desde la Sala Capitular hasta el piso de arriba de la Catedral, encima de la Capilla de los Beneficiados; luego a la Casa del Deán, y si no, se hablaba de llevarlo todo a algún convento, siempre demasiado cerca de estufas famélicas que ansiaban calentar los pies fríos de quienes participaban en celebraciones que se alargaban, a veces a horas intempestivas, o al alcance de los críos de la Escolanía, que en los plantones de los ensayos inmisericordes que les perpetraba el chantre acababan con los pies como el mármol. 

De vez en cuando nos entretenemos leyendo legajos que nos llaman la atención y reservamos sorpresas para el maestro don Juan Jacobo - a saber qué estaría pensando su padre cuando le puso este nombre. Últimamente me tiene preocupado. Le ha dado por leer estos manuscritos como si se tratara del periódico del día, y todo lo relaciona, sin prestar atención a las fechas, hasta tal punto que ya empiezo a creerme lo que se cuenta por ahí de las hechuras de este caballero andante que cualquier día se ha de lanzar a desfacer entuertos, a liberar presos condenados a galeras o a luchar por los encantos que lo hayan enamorado. Algunas mujeres que pasan por aquí cuentan y no paran. 

Hoy, día de San Marcos, ha venido más gente a la conventual, y eso que las aguas andan revueltas ahí fuera. Han visto a don Juan Jacobo deambular llenando de gritos las calles desiertas de la antigua judería, o junto a los muros del castillo desprovisto de su antigua dignidad hasta el punto de haberse convertido hoy en cortes donde los vecinos de la ciudad ceban los cerdos que sacrificarán para San Martín o la Purísima. En el Mesón del Rincón parece que Aurelio, arrepentido de tantas leyendas que le contó un día, ya no lo quiere ver aparecer por allí, sobre todo desde que un día entró pidiendo a la clientela que le acompañara hasta el paño de la Muralla. Estaba entrando la Inquisición en la ciudad, y había que impedirlo a cualquier precio. De vez en cuando pregunta allí por el arquitecto don Pierres Vedel y se dirige a Aurelio en un francés entrecortado por su respiración ansiosa, buscando a alguien que se aloja en su fonda. Me sentí un poco culpable cuando llegó a mis oídos este suceso. 

Hace nada encontramos entre viejos salterios el manuscrito que recogía el levantamiento de la ciudad contra los primeros inquisidores que se acercaron a ella, el siete de febrero de 1485, y Felipe me contó que ese mismo día siete, pero de febrero de este mismo año, en el Arrabal, había estado escuchando con don Juan Jacobo la transmisión radiofónica de la inauguración de los Juegos Olímpicos de Alemania. Al oír los cantos y las músicas de la parafernalia nacionalsocialista, se puso muy nervioso y comenzó a repetir frases que nadie a su alrededor logró descifrar. El movimiento geométrico de las masas enloquecidas por el despliegue de formaciones que desfilaban mirando fijamente a su líder le debió de recordar las marchas de los habitantes de la ciudad vieja contra los inquisidores, y, olvidando que habían transcurrido varios siglos, subió hasta la fonda para que quienes él había tomado por asistentes al desfile olímpico impidieran ahora la llegada del Santo Oficio a la ciudad. Aseguraba que lo había comprendido todo al escuchar los cantos de los niños judíos que un día hubieron de abandonar las calles de la judería que él recorría muchas noches al abrigo de la penumbra, como si fuera a pasar desapercibido a los ojos curiosos que siempre seguían sus andares.  

 El día es soleado, no se ve una nube sobre la huerta de Jorgito, el barranco por donde llegan las peores tormentas hasta esta tierra, y el cielo es azul también sobre el estrecho del río que trae las nubes negras cuando el viento sopla del sur. Hoy es San Marcos, santo llovedor, y una de las feligresas de la Catedral que asistió a la rogativa del agua me ha contado que Petra, la anciana del Barrio de Capuchinos que trabajó tantos años de mandadera del convento de las Monjas de Abajo, había advertido con antelación que este año para San Marcos no llovería, y, como el refrán dice que si para San Marcos llueve, cuarenta días llueve, también se aplica lo contrario, así que nos espera una primavera seca y un verano de fuego y plomo. 

Aunque el arte de adivinar acontecimientos futuros roce la superstición que la Iglesia condena, he de reconocer que me inquietaron siempre las palabras de Petra, sobre todo porque cuentan que llevaba tiempo diciendo que este año no se iba a oír el vuelo de los vencejos alrededor de las viejas torres, y de momento razón lleva, porque hoy no tiene pinta de querer llover. Para confirmar la sospecha de la sequía que viene, Felipe el tintorero ha pasado la mano por el lienzo del cuadro de Santa Úrsula, que se humedece por el contacto con la pared cuando las nubes anuncian lluvia, y dice que la tela estaba tiesa como la mojama. Peor aún: los mozos ya llevan dos noches subidos en las torres y no han atisbado siquiera uno de estos pájaros que tanto prometen cada año. En fin, que no lloverá en cuarenta días. Lo sé, todo esto es evidencia de ciencia segura, y la costumbre tiene una fuerza que siempre nos ha dado la razón.

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