Mal anda (en el caso de la foto, vuela) la cosa, que hasta las imágenes que perfilaron nuestra educación sentimental se nos están viniendo abajo.
Se difumina poco a poco la imagen edulcorada de aquella filmina (tiempos de catecismo, nuestra única actividad extraescolar) que dibujaba un patriarca Noé expectante ante el regreso de la paloma que había de traer a los supervivientes del diluvio la confirmación de que el nivel de las aguas de aquella definitiva ciclogénesis habían devuelto la vida sobre la tierra a su cauce habitable.
Animalico. Símbolo de la paz amenazado siempre. Icono de una época, de una cultura, de un deseo, como tantos, inalcanzable. Paz que nos condenó a preparar la guerra, a pactar, a negociar, a vivir en un suspiro ante un peligro que permaneció lejos durante tantos años, en países fríos como su propia guerra fría, pero que se descongeló y pasó a vivir entre nosotros. El hielo pasó a ser agua que amenazó nuestros cauces habitables y a punto nos tuvo de tener que buscar el cobijo del arca.
Hace nada lo vimos en la Plaza de San Pedro. El Papa, patriarca de verbo ítaloargentino que igual incomoda que ofrece refugio, como si fuera buscando madera en su empeño de garantizar la salvación, siempre con un aire de reproche que se agradece cuando parecíamos condenados a un egoísmo solitario, protagonizó una imagen preocupante.
Quienes transitamos bajo los aleros del Teruel viejo donde anida aquel viejo icono de sencillez, hace tiempo que desconfiábamos del reposo de estos guerreros de la paz. Aquí nos enseñaron que el cuervo, o su prima la corneja, eran aves de mal agüero, culpables de los males acontecidos al Cid Campeador que incluso en esta tierra olvidada mareó la perdiz. Pero no siempre ha sido así.
Contaban aquellas mismas filminas de la única actividad extraescolar de nuestra infancia que Noé, antes que una paloma, había enviado un cuervo. Por algo sería, si lo eligieron primero. Pero ahí terminó el prestigio de quien, por su color poco agraciado, no esperaba mucho más: volvió sin traer el mensaje previsto, y pagó con la maledicencia posterior y la superstición un fracaso que no pudo evitar. Como siempre, las malas noticias las pagó el mensajero. Qué culpa tendría, si no encontró dónde hincar el pico.
Los italianos, que tanto tendrán un día que enseñarnos – de esto espero hablar otro día - sin embargo, parece que le tienen más aprecio, aunque sus tradiciones mantienen al pobre cuervo al límite del riesgo. Me he enterado de que San Benito recibió un día un trozo de pan envenenado, y, como era animal de plena confianza, encargó a un cuervo que lo llevase donde nadie pudiera comerlo para evitar males mayores. Está claro, seguían contando con él, como en tiempos de Noé. Pero estaba gafado el pobre. Pagó su mala fama con un encargo arriesgado, como antaño.
Se difumina poco a poco la imagen edulcorada de aquella filmina (tiempos de catecismo, nuestra única actividad extraescolar) que dibujaba un patriarca Noé expectante ante el regreso de la paloma que había de traer a los supervivientes del diluvio la confirmación de que el nivel de las aguas de aquella definitiva ciclogénesis habían devuelto la vida sobre la tierra a su cauce habitable.
Animalico. Símbolo de la paz amenazado siempre. Icono de una época, de una cultura, de un deseo, como tantos, inalcanzable. Paz que nos condenó a preparar la guerra, a pactar, a negociar, a vivir en un suspiro ante un peligro que permaneció lejos durante tantos años, en países fríos como su propia guerra fría, pero que se descongeló y pasó a vivir entre nosotros. El hielo pasó a ser agua que amenazó nuestros cauces habitables y a punto nos tuvo de tener que buscar el cobijo del arca.
Hace nada lo vimos en la Plaza de San Pedro. El Papa, patriarca de verbo ítaloargentino que igual incomoda que ofrece refugio, como si fuera buscando madera en su empeño de garantizar la salvación, siempre con un aire de reproche que se agradece cuando parecíamos condenados a un egoísmo solitario, protagonizó una imagen preocupante.
(Foto: Amparo Hernández Estopiñán) |
Contaban aquellas mismas filminas de la única actividad extraescolar de nuestra infancia que Noé, antes que una paloma, había enviado un cuervo. Por algo sería, si lo eligieron primero. Pero ahí terminó el prestigio de quien, por su color poco agraciado, no esperaba mucho más: volvió sin traer el mensaje previsto, y pagó con la maledicencia posterior y la superstición un fracaso que no pudo evitar. Como siempre, las malas noticias las pagó el mensajero. Qué culpa tendría, si no encontró dónde hincar el pico.
Los italianos, que tanto tendrán un día que enseñarnos – de esto espero hablar otro día - sin embargo, parece que le tienen más aprecio, aunque sus tradiciones mantienen al pobre cuervo al límite del riesgo. Me he enterado de que San Benito recibió un día un trozo de pan envenenado, y, como era animal de plena confianza, encargó a un cuervo que lo llevase donde nadie pudiera comerlo para evitar males mayores. Está claro, seguían contando con él, como en tiempos de Noé. Pero estaba gafado el pobre. Pagó su mala fama con un encargo arriesgado, como antaño.
Así les va, a la mínima son noticia. No levantan cabeza. Y no te esperan reposando en un alero.
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