martes, 1 de abril de 2014

El deneí.


    (Foto: Amparo Hernández Estopiñán)

Los niños no tienen espalda, yo al menos no recuerdo haberla tenido. Quizá ni siquiera tuve un cuerpo en mi infancia. Ésa es la paradoja: no somos conscientes denuestro cuerpo hasta que lo enojamos. Hay diversas maneras de hacerlo: levantando un coche, ingiriendo bebidas alcohólicas, durmiendo poco, sometiendo el cuerpo a presión, atosigándolo, descuidándolo. Sea lo que sea, tarde o temprano el cuerpo te pasa factura, y de repente eres consciente de que posees una cabeza, un estómago, una espalda. Yo tenía una espalda, una espalda que desde aquel momento tomó las riendas de mi vida. 
Cees Nooteboom, Lluvia roja

Cuenta alguien en algún sitio que nuestro vocabulario, las palabras que utilizamos (alguien lo llamó idiolecto, mucho que ver con el origen de la palabra idiota), delatan nuestra edad. Acabo de leer Yo fui a EGB, no en vano pertenezco a la segunda promoción de aquel sistema que nos llevó de las fichas a las técnicas de estudio, de la teoría de conjuntos a una Selectividad cuando menos curiosa que sorteaba las optativas (no entraban todas las asignaturas), la lengua extranjera no contaba (cómo hemos cambiado) y que desconocía la nota de corte, entonces numerus clausus (el latín todavía no se la había pegado, al menos era obligatorio un año). 

Pues sí, nuestro lenguaje nos identifica, vertical y horizontalmente. Cómo me gusta, lo repito con frecuencia, buscar en el lenguaje, establecer relaciones, tratar de encontrar la vida de las palabras, por lo que puedan ayudar(nos) a ampliar el qué decir más que el cómo decir. Me viene a la memoria el padre de la protagonista de Mi gran boda griega, siempre buscando relaciones entre las palabras que usan quienes tiene alrededor y el griego, su lengua materna. 

También nos identifica horizontalmente, digamos, nos mantiene unidos a nuestra generación, una verdadera seña de identidad, y nos hará sentir como marcianos entre la población adolescente, que desconoce los Cuadernos Rubio y se maneja con soltura adicta ante la pantalla de cualquier dispositivo electrónico, cuanto más, mejor. 

Ahora, a la mínima que te quejas, que te duele algo, que se te olvida dónde has dejado el coche o las llaves, alguien, inevitablemente de tu generación, te dirá que es cosa del deneí. Ya no hablamos de la edad, sacamos el problema de nosotros mismos y acusamos a la primera tarjeta de plástico que tuvimos y que tal vez nos hizo tanta ilusión la primera vez, cuando visitamos por primera vez la Comisaría de Policía (Armada unos, Nacional otros). Luego vinieron otras tarjetas, nos invadió el plástico con o sin microchip y quedó sellada nuestra dependencia del sistema, que tanto presume de saber de nosotros. 

El deneí nos delata, como la jerga de nuestra edad, que avanza vete a saber si linealmente o describiendo una curva que no alcanzamos a ver. Qué bien resume Nooteboom el deneí. Vaya semanica.

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