La manifestación más luminosa de la conciencia, no es quizá pensar, ni siquiera recordar, sino contar. Contar es comprender.
Josep Pla, Viaje en autobús
Notición del fin de semana pasado, el de Medievales: WhatsApp dejó de funcionar durante unas horas, y no hubo manera de quedar, saber de, comunicar(se), comprobar si nos estaban esperando o si debíamos esperar. Anduvimos desconcertados, fuera del concierto que nos asegura nuestro nuevo papel, por mucho que estas nuevas redes, redes al fin y al cabo, ojo, nos hagan sentir como un mero contacto de quien tal vez no te saluda por la calle, porque en realidad no te conoce.
La inmediatez de las relaciones personales estuvo en peligro. Durante unas horas fue preciso hacer uso de la imaginación, recordar, pensar, ponerse en lugar de, adivinar, y peor todavía, tuvimos que esperar.
Tal vez, al final, cosas de la falta de costumbre, se te ocurrió llamar y preguntar, pero en medio del gentío era difícil que tu comunicante comprendiera lo que pretendías decir. Ya no esperan tu llamada. Y controlarán hasta cuándo fue la última vez que estuviste en línea. El gigante ha crecido rápido, pero resultó que tenía los pies de barro.
Ataste cabos cuando leíste que Facebook había comprado por esos días WhatsApp por una cantidad de esas que yo todavía debo pasar a pesetas para aclararme. Y hubo quien pagó en la feria de los teléfonos móviles de Barcelona un cuajo por asistir a una conferencia del inventor de todo esto. Desconozco si hay relación causa-efecto en la hecatombe del pasado fin de semana de Medievales, si la caída fue una señal (indudablemente del cielo, aquí no hay duda) de lo que ha de venir, lo que nos quedaba de privacidad se iba a hacer puñetas. Dejaremos de saber, si es que alguna vez lo supimos, en qué manos u oídos estamos. Y con estos oídos, no hay más cera que la que arde.
Cada día estos proveedores de mensajería instantánea cuentan con más usuarios, y el muro de Facebook dejó hace tiempo de ser el muro de la vergüenza: pese a nuestras reticencias iniciales, ya no nos da apuro exhibirnos, cada vez subimos más fotos, creamos un perfil de nuestros gustos, aficiones, disgustos, desafecciones, aunque de vez en cuando nos quedamos intranquilos, cuando la publicidad que nos asalta cuando entramos en nuestro muro nos haga sospechar que el Gran Hermano es en realidad hermano bastardo.
El tiempo, el ritmo, el compás de la vida, aquella vieja paciencia que todo lo alcanza, ha perdido sentido. Y la inmediatez a alguien le reporta unos beneficios acongojantes. Igual que el manejo de nuestros datos personales, seguro.
Todo esto traté de explicarlo una tarde, uno de esos ratos en los que el mal tiempo propicia la conversación de quienes, por su edad, forman grupo y cuentan, hablan, piensan en voz alta, pierden el hilo, lo recuperan, se escuchan, miran al horizonte, un horizonte que nosotros no alcanzamos a ver, y no hubo manera.
En vez de decir WhatsApp todavía dicen ¿pasa pues? cuando me ven con el móvil en la mano. Son más del mundo de Pla, prefieren vivir despacio, su vida viaja en viejos autobuses, de apariencia asmática, que a ellos les trajo un adelanto increíble.
Y cuentan cosas.
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