jueves, 29 de mayo de 2014

Un nombre. Pomezia, por ejemplo


(Fotograma de la película La ladrona de libros)

En la película La ladrona de libros (la viste y decías que era bastante previsible, qué cosas tienes), Liesel, la protagonista, pasa el día de Navidad en el sótano de la casa que la acogió en plena locura del nazismo con Max, un judío que huye de la persecución y que regala a la niña, recién llegada al mundo de la lectura, un ejemplar de Mein Kampf con las hojas pintadas de blanco, de manera que pueda escribir sobre ellas un diario. En la primera página, una inscripción en hebreo (escribe), incide en el valor de las palabras en la cultura judía: lo que nos rodea, para estar vivo, ha de ser nombrado, debe tener nombre. Esto es lo que nos distingue de un simple terrón de arcilla, dice Max. Lo vivo contiene una palabra, soplo divino que encierra el secreto de la vida. 

Es lo que debió de pretender Mussolini cuando ordenó limpiar unas ciénagas cercanas a Roma y erigió la ciudad que en principio se había de denominar Ausonia y que finalmente se llamó Pomezia, un topónimo de resonancias escondidas en la historia y en las leyendas del origen de la Roma antigua que venían bien al régimen fascista para traer a la memoria un pasado glorioso, imperial, acorde con las ideas que el régimen deseaba imponer. Vamos, otorgar a un lodazal pobre una vida que él mismo, guía indiscutible (il Duce) había creado. 

La antigua Suessa Pomecia, de ubicación desconocida, resonaba ahora con la energía del afán del imperio romano reeditado que necesitaba divinizar su obra mediante el poder de quien es capaz otorgar palabras y hacer vivir a lo que hasta entonces carecía de sentido. 

Saqueada por los romanos en tiempos oscuros y desaparecida para siempre, se alzaba imponente la reencarnación de la Pomecia mítica sobre lo que poco antes habían sido terrenos baldíos, que consumó su valor simbólico cuando sufrió durante la Segunda Guerra Mundial un bombardeo aliado notable. 

El gobierno italiano encargó a la Organización Nacional de Combatientes el proyecto de colonización inaugurado en 1939 por el propio Mussolini y obligó a emigrar a familias pobres que provenían de las regiones del Véneto, Friuli y Emilia Romana. Estos desheredados, en su mayor parte italianos hablantes de francés recibieron una pequeña propiedad que contribuyera a mejorar su situación económica, aunque dada su cultura y lengua habían de permanecer aislados y marginados, aunque más adelante la zona protagonizó un desarrollo económico importante. 

Y como lo lejano es tantas veces próximo, un paseo por los alrededores de Teruel nos lleva a una Pomecia más cercana, que tal vez desconoce las resonancias de un nombre que le quiso dar vida. Aquí un lodazal de arcilla se convirtió en lugar de realojo de familias gitanas a mediados de los años sesenta, cuando Cáritas Diocesana de Teruel construyó casas con el objetivo de alojar a las familias que residían en cuevas y pajares de la ciudad. Carecía de nombre, y la Pomezia italiana se trasladó a esta iniciativa hasta entonces anónima, cuando con motivo de una peregrinación de gitanos de toda Europa, un grupo de turolenses se desplazó a la ciudad eterna, encabezados por mosén Ángel Solaz, que se trajo el nombre. El terrón de arcilla recibía el soplo de la palabra que le diera sentido.

No es difícil encontrarse con él por el Ensanche. Te contará su historia si le preguntas. La otra historia, está en Internet, que para eso está.


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