lunes, 25 de mayo de 2009

LA GUERRA POR PARTES


No sé si el recuento de la guerra civil pertenece sólo a quienes la vivieron (lo preguntó Antón Castro en una entrevista más o menos reciente que publicó en su ciberdiario), pero la lectura de Partes de guerra, una edición de relatos que ha compilado Ignacio Martínez de Pisón, narrados por autores que escribieron desde distintos ángulos de la misma realidad, seguramente viene a confirmar que muchos crecimos entre los recuerdos de aquellos días trágicos que tal vez se apoderaron de nuestros sueños y de muchos de nuestros recuerdos infantiles.

Con frecuencia, tal vez porque algunos de los que los hacían presentes en aquellas sobremesas prolongadas ya no están entre nosotros, regresan las noches de historias de la guerra contadas por personas que las vivieron en su infancia, y que por tanto se convertían de alguna manera en relatos contados de niño a niño, con esos ojos grandes de la inocencia que ve mucho más allá de lo que ella misma cree, y que tal vez con la edad andan un poco desenfocados, quién sabe.

El relato de Pere Calders que aparece en esta antología (Las minas de Teruel), un entonces joven catalán destinado como cartógrafo a la zona de Teruel durante aquellos días, me sirvió como excusa para preguntar, una vez más, sobre algo que había oído contar tantas veces: la construcción de las cuevas en las que la población se refugiaba durante los bombardeos, las relaciones entre vecinos, el miedo y el sueño en los refugios, la estancia en la Comandancia, el recuerdo de aquella joven, después maestra muy conocida en Teruel, a la que la guerra pilló en plenas labores de ajuar y regalos de boda que el cerco de la ciudad obligó a posponer, y que gritaba porque creía que oía picar a los mineros que se acercaban, y nadie le hacía caso. Siempre se dijo que la ciudad vieja estaba perforada y se propagaron leyendas, tal vez realidades, acerca de la longitud de los pasos subterráneos que comunicaban puntos lejanos de la ciudad durante su asedio, y el recuerdo de aquellos momentos se hizo compañero permanente de quienes lo vivieron con la nitidez que proporciona la infancia.

Mi madre siempre repitió que muchas noches, al cerrar los ojos, veía la cara del miliciano que la sacó a ella y a sus hermanas de la cueva de la calle Ripalda.

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